Capítulo 35

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Vivir en un mundo sin emociones. Aquello parecía absurdo. Sin embargo, hasta hace poco, lo había hecho.
Él, había escondido todo lo que era. Se había dejado llevar por la literatura vanal y finalmente había decidido reescribirse en una nueva verba: abulia.
Su interés por las amistades, la familia, el amor, los estudios.... Su interés por lo cotidiano había disminuido en sus últimos años de existencia. Era ahora la desazón, la represión y el horror de ver el ser en el que se había convertido, pero que ya no podría dejar. Un ser macabro, de toscos pensamientos y neutralidades puras. Un ser encadenado de pies, manos y pecho. Quien sabe donde ahora se hallaban sus sentimientos....
Ni si quiera podía sentir las emociones. En su día a día, era todo lo mismo. Cada objeto llevaba consigo la misma expresión neutra y sofisticada de quien lleva por completo una vida absorta.
Ya no era consciente de su camino. Había llegado a tal punto de enajenación mental que sus neuronas habían decidido desconectarse de su corazón. Para siempre sonaba algo basto. Pero sin embargo era lo que parecía: un largo y doloroso despido de su verdadero yo. ¿Dónde estaba? ¿En que roca se había escondido? ¿O acaso se había tropezado? Debería levantarse. Pero la sensación de no tener sensaciones le provocaba, paradójicamente cierto cansancio y resignación a los hechos. Ya no quería levantarse más. No quería vivir en un mundo así, lleno de competencia, hipocresía, ignorancia y dolor. El mundo injusto que presenciaba no era para él. Ni para ella. No podía entender, como aquella bella dama, seguía con sus lágrimas de flor aromatizando los caminos más ásperos. Ella seguía impune a las turbulencias. Su ser, su expresión, su faz en roturas de costura, seguían siendo las mismas, prevaleciendo sobre el tiempo, eterna.
Aquella juventud había penetrado en la oscuridad de sus ojos, infundiendo una cálida y resplandeciente presencia que le permitía de nuevo, romper las cadenas de su pecho y condenar a muerte a aquella injusta auto sentencia que le había obligado a no vivir.
Ella era la llave de aquellas cadenas. Su sonrisa era la clave.
Aquella sonrisa llena de lágrimas había colmado en sus polvorientos huesos. Lo había llenado de una preciada sabiduría y había abierto sin permiso, pero con dulzura, su armazón más oscuro.
Era ahora, cuando de nuevo observaba aquellas hojas del árbol de fuego desprenderse de tan alto y grueso tronco. Completamente inciertas vagaban siendo inconscientes de su existencia. Aquellas hojas eran como él. Ardían en rojo, pero volaban en negro.
Una de las hojas más pequeñas, la cual, estaba a punto de precipitarse al vacío, fue empujada, no solo por la brisa tosca y fugaz; sino también por una de las otras jovenzuelas, que danzaba absorta de los males y calumnias del viento.
Entonces, la pequeña hoja roja, predestinada al vacío y a la muerte, volvió a elevarse con fuerza, y prosiguió sus andares errantes, pero esta vez, con una mayor determinación.
Fue entonces ahí, cuando se aproximó a sus sentimientos. Él, también quería ser una hoja victoriosa y elevarse de nuevo en el tibio cuadro celeste. Él, precisaba, volver de nuevo a sentir en sus nervios, los puntos de felicidad y alegría, que se había olvidado en una vieja roca que, postrada frente a un vasto mar, había sido de repente tragada por la espesura y fortaleza del agua.
Era ahora, cuando sus emociones, que nunca habían desaparecido, emergieron del lugar donde la roca se hallaba, para salir corriendo, exhaustas, en busca del camino correcto.

Dulce azucarilloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora