Capítulo 38

42 5 1
                                    

Dos jóvenes declaraban su amor al mismo tiempo que se blandían con fuerza las ramas marchitas de un árbol rojizo, eterno y pasional.
<<¿Qué estoy haciendo?>> Se decía en su cabeza. <<¿Y por qué no puedo parar?>>
Quizás era la angustia de su corazón. Lo había intentado de múltiples maneras, pero se le había resistido. No podría conquistarlo. Él, era un ángel atormentado, que había caído, caído muy lejos de ella. No era posible.
Pero...¿Quizás este momento si? Este nuevo momento, en este instante, en este segundo......Suficiente.
-¡Basta ya!-Se apresuró a gritar su corazón, al mismo tiempo que su sistema motor empujaba con sus dulces manos al príncipe burlón.
Sus ojos temblaron. Esa fue la única respuesta. Unos ojos firmes ante el miedo, pero turbados. Unos ojos indecentes que habían pecado y sabían que lo habían hecho en contra de su propia voluntad. Había sido el instinto. Habían sido las hormonas. Pero al final él tomo la decisión propia.
Ya no había marcha atrás, e incluso si el tiempo pudiese retroceder tampoco se lo pediría; pues, el amargo sabor que emerge de las tinieblas nefastas de un dulce pero amargo beso, jamás competiría con la deshonra de la desgracia. Incluso si ahora le detestaba, lo deleznaba o lo amaba, jamás dejaría de repetir en sus cabellos aquellos segundos que le parecieron miles de perlas flotantes en una marea de contradicciones.
Si bien él era el mar, dispuesto a visitar a la orilla cada segundo, la orilla sólo enmudecía , y desagradecida, mostraba su encanto a las rocas, dejando que estas se postrasen sobre su suave lecho. Y mientras, él, insensato vasto mar, rompía a llorar contra la roca más alta y formidable de todas: el amor no correspondido.
Así que, sin mediar más palabra que una simple disculpa, con sus ojitos tiernos de quien ha sentido la inocencia y la culpabilidad en sus ojos, se retira cual caballero desarmado para sin prisa recoger sus raíces ensombrecidas y marchar hacia su fortaleza, sin la mayor recompensa que osan poseer todo noble caballero: el corazón de una dama.

Allí, desplomada sobre el suelo, sus cabellos erizados todavía dejaban entrever, con sus ojillos mustios, el impacto del suceso.
Se había ido. Pero había jugado con él... ¿Lo había hecho? ¿Le había dado falsas esperanzas?
No podía. No podía pensar en ello, porque su cabeza estaba atosigada ante una palabra que no paraba de repetirse en su eco, como una cinta de grabadora "Suga, Suga, Suga...."
¿Qué atroz injusticia había cometido? ¿Cual fallo podrá ser perdonado?
Le dio esperanzas y se dejó caer en su manto, hasta darse cuenta de que ella, solo era una astuta ilusionista que entre acrobacias y múltiples trucos encandiló el pecho de un ángel que, entristecido por su pasado, continuó presenciando un espectáculo magistral de la más pura falsarie mágica. Porque, al fin y al cabo, eso era la magia: una mentira.
Una mentira que podía derrumbar a la psicología más compleja.
Estaba claro que como ilusionista había cometido el error de engatusarlo.
Ese nunca había sido su objetivo. Lo único que buscaba con sus melosas palabras era un estado de ánimo más acorde al prófugo sentimiento que dañaba todo su ser.
Se deprimía viéndolo así, tan cabizbajo. Al fin y al cabo era no sólo un amigo, sino una persona. Una persona que como todas, no merecía el dolor.
Y sin darse cuenta, al tratar de traerle el bien, atrajo el mal.
Que fallo tan sublime podría resistirsele?
Ella era hermosa a sus ojos. El máximo esplendor que contemplar, mucho más brillante que el oro. No caer en la tentación del pecado sería sucumbir a la fría realidad. A veces soñar era más plausible que la desastrosa vida real. Y es que, naturalmente, él sabía que ella no era para él; sino que, un jovenzuelo gruñón, torpe, y en ocasiones inepto para comprender sus sentimientos, había entrado en la puerta celestial que él deseaba poseer.
Y la cuestión era <<¿Por qué no se da cuenta?.>> Si el camino estaba marcado para él. Si en sus acciones de alegría se enfocaban siempre a su presencia. ¿Es qué no lo veía? Quizás no le encandilaba el aroma. Pero Eunji sabía que eso era mentira, porque lo que Min Yoon Gi sentía hacia ella, era mucho más puro que cualquier reliquia anhelada por el mayor coleccionista de antigüedades.
Cada palabra era un haz de puro sentimiento. Cada tacto era la pasión que escondía en sus adentros. Y cada grito, cada "basta", era la quemadura de las llamas de la pasión.
Y así, ella, tumbada sobre el césped y observando el vertiginoso cielo azul, solo pudo concluir que el amor quema, si no se apacigua en el cáliz correspondiente.

Dulce azucarilloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora