22.El poder de las palabras

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1862, 5 de Marzo.

María observaba como las brasas devoraban lentamente los leños mientras los movía con una pica sobre la chimenea.

  – Nunca creí que el joven Moulian leyera tanto  – dijo la señorita Favre. Desde su llegada al pueblo, el señor Gaston le había asignado tres damas de compañía para el gusto de su invitada. María era una de ellas.– Pensé que era uno de esos señoritos de caza y entregado a la bebida.

Larita, una de las mucamas miró de reojo a María. Ella le devolvió la mirada, le inquietaba, desde hace ya unos días se le quedaba observando con una curiosidad que antes no estaba. María no quería ser paranoica pero le parecía que a veces Larita la veía recriminatoriamente, como si de alguna manera supiese su más grande secreto. Alterada desvió la vista a las brasas que ardían.

- Fue todo un caballero ayer durante nuestro paseo- continuó Camille mientras Larita y Consuelo le ajustaban el corsé. - ¿Quién creería que hasta había leído a Quevedo?

María se mordió los labios ¡Claro que el joven amo había leído a Quevedo! Ella misma lo había escuchado hablar sobre él alguna vez en la terraza. Pero claro que no dijo eso, ella era una criada y una persona como ella no tenía ni un poco de idea de modales y costumbres, de cultura y pintura, para gente como María el mundo era un extraño y gigantesco signo de interrogación.

El golpe sordo de la puerta rompió sus pensamientos. Con paso firme corrió al encuentro de la urgencia y detrás de ella se encontró a un joven de estatura mediana y piel bronceada, vestido con el pulcro uniforme de ayudante de carga maletas.

María lo conocía era José, su hermano era apenas dos años mayor que ella y él había sido quien le había conseguido el trabajo, le sonrió con discreción.

-¿Quién es? - preguntó la señorita desde el fondo de la habitación, José hizo una reverencia a mediana altura y le extendió en una charola de plata un sobre a María.

- Una invitación- le dijo José- Para la señorita Favre.

María la tomó enseguida y con un asentimiento le cerró, no sin una última sonrisa, a su hermano.

  – Es una invitación para usted Señorita  – comunicó apenas cruzó el pasillo, Camille la observó con luz en sus ojos. Algo dentro de María se prendió como fuego.

  –  Léela- ordenó ella con excitación en la mirada, un silencio incómodo cruzó la habitación y en el rostro de María el color salió huyendo.

  – ¿Qué pasa? Adelante léelo.

Pero el cuerpo de la pobre muchacha no le respondió, de repente su garganta se secó de golpe.

-¿Es que acaso no me oíste?- preguntó con disgusto y arrebato.

-Señorita- interrumpió Larita, Camille la miró con el ceño fruncido, notablemente confundida.- Ningu... ninguna de nosotras sabe leer.

Y entonces fue el turno de Camille de quedarse sin habla, en su rostro se cruzó con el entendimiento y la vergüenza, miró a María con una mueca de pena.

  – Yo no... lo sabía  –  pero antes de que alguna dijera algo, María rasgó el sobre y sacó la carta finamente doblada.

-Yo sé leer- concluyó, tres pares de ojos la miraron de arriba a bajo, completamente confundidas, María se aclaró la garganta mientra sus ojos viajaban por el papel.

Querida señorita Camille,

Me he tomado el atrevimiento de mandarle esta carta con el afán de hacerle recordar que estoy a su completo servicio.

El Chico del CementerioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora