03. Michael Bay dirige mi vida (I)

33.5K 3.4K 608
                                    

Tenía ante mí al ser más repugnante que había visto en mi vida. Parecía un cadáver arrojado al fondo de algún pozo de brea cuya consciencia se hubiera mezclado con el alquitrán y que volvía del más allá para vengarse... ¡de la persona equivocada!

Con un tembloroso paso suyo en mi dirección bastó para helarme la sangre. Apenas emitió sonido al hacerlo, más allá de un leve borboteo casi mudo. Tampoco transmitía olor alguno, como si no necesitase más que atacar el sentido de la vista con su presencia para infundir el más profundo de los temores.

Y no lo necesitaba. Mis pensamientos se habían lanzado de cabeza por la retorcida ventana del más puro terror lovecraftiano en cuanto había aparecido.

— ¡No te acerques!

Espoleada por el pánico, ni tan siquiera esperé una contestación que nunca llegaría, sino que lancé con fuerza mi mochila contra su cabeza en un intento desesperado de frenar su avance. Cuando estaba a punto de darle de lleno, el monstruo la deformó como si no tuviera cráneo en su interior y mi inútil proyectil se perdió fuera de mi alcance junto al material escolar que contenía.

¿Cómo era tal disparate fisiológico siquiera posible? ¡Que lo averiguara otra, porque yo no pretendía dejar que esa cosa se me acercase para encontrar la respuesta!

Sin necesidad de pensarlo dos veces, puse pies en polvorosa. Mientras intentaba dejar atrás aquel horror que apenas podía describir mi corazón amenazaba con salírseme del pecho y los pulmones cogían turno para seguirlo en su renuncia. En condiciones tan precarias, hasta intentar atravesar la falsa salida del callejón que me había negado el paso tres veces consecutivas me parecía una gran idea.

No lo era, claro. Tras otro fugaz viaje en la montaña rusa más rápida del mundo, volví al punto de partida.

Una pesadilla. Estaba encerrada en una pesadilla de la que no podía despertar y cuya protagonista principal se abalanzó sobre mí en cuanto me localizó con otro giro imposible de su rostro carente de ojos.

Ignoro (o tal vez no), qué cable se me cruzó entonces pero, al ver que ahora nos separaba una buena distancia y que no había escapatoria posible, opté por la opción de hacerle pagar caro a aquella cosa lo que quiera que pretendiese hacerme (nada agradable, seguro):

En ausencia de mis fieles tijeras bicolor, que (pese a la falta de sentido común de aquel callejón) no parecían por la labor de aparecer por arte de magia en mi mano, hice de tripas corazón y rebusqué un arma de repuesto entre lo único que tenía a mi disposición, los cubos de basura.

Contrariamente a la creencia popular, los neoyorquinos no íbamos por ahí llenando los contenedores de pistolas y cartas de amor a la Segunda Enmienda, así que lo más peligroso que cayó en mis manos fue un palo de escoba algo retorcido.

—Tendrá que valer —mascullé mientras obligaba a mi mente a ignorar los restos de la cena de alguien salpicándolo por doquier.

Mi agresor tampoco iba a esperar a que buscase una alternativa, pues ya casi lo tenía encima. En medio de su espeluznante trote sordo levantó uno de aquellos brazos raquíticos, transformó la mano que lo remataba en unas afiladísimas garras dignas del mismísimo Freddy Krueger y acuchilló con ellas en mi dirección.

A pesar de no ser demasiado amiga del deporte, mis reflejos tampoco estaban oxidados y gracias a ello pude retroceder un par de pasos en el último momento. La zarpa deforme tuvo que conformarse en esa ocasión con desgarrar únicamente el aire enrarecido del callejón.

La Cosa del Pantano de brea trastabilló por la inercia de su error. No necesitaba un cartel de neón para reconocer una oportunidad así:

— ¡Te voy a mandar fuera del estadio, bicho inmundo! —Grité.

Acabo de decirlo, de deportista tenía poco pero, como buena americana, sabía un par de cosas del deporte nacional: Estrangulé mi improvisado bate, afiancé mis pies sobre el maltratado asfalto y abaniqué con toda la fuerza que pude.

Visto en retrospectiva, seguramente no fue el mejor bateo del siglo, hasta cerré los ojos al golpear, pero al menos eso salvó mis retinas de la explosión subsiguiente. Porque no recuerdo muy bien qué intentaba conseguir golpeando a aquella cosa con un puñetero palo de escoba, pero desde luego no me esperaba que aquello me explotase en la cara de una forma tan literal.

Un resplandor cegador me atravesó los párpados mientras salía propulsada hacia atrás como si me hubiese embestido un coche de choque. Mi espalda pronto se topó con alguna pared cercana, contra la que reboté, vaciando hasta la última gota de aire de mis pulmones antes de caer desplomada en el desgarrador suelo.

Con tanto vapuleo seguido me plegué sobre mi misma, absolutamente perdida y dolorida, pues tenía la sensación de haber sido a mí a quien habían bateado las costillas.

Tardé unos momentos que se me hicieron eternos en recuperar la capacidad de respirar, ignorando a medias las magulladuras que intentaban obligarme a quedarme hecha una bola, y otros tantos en despejar mi vista nublada de las estrellas que la salpicaban. Todo ello sólo para escuchar una voz enérgica que proclamaba:

— ¡No le pongas un dedo encima!

Desde luego, debía de haberme dado un porrazo en la cabeza de los buenos, como para comenzar a escuchar frases de pelis de argumento trillado como las que le gustaban a mis compañeras de cuarto. Y lo peor de todo era que aquella voz no había surgido de ningún traumatismo craneoencefálico grave, sino de la última incorporación a todo aquel delirium tremens:

En el lugar que había usado como caja de bateo no hacía tanto crepitaba ahora la espalda de un chico rodeado de un manto flamígero dispuesto a incinerar mis pocas esperanzas de que el mundo recuperase su sentido común. Entre el brillo de las violentas llamas que lo envolvían, a duras penas pude entrever como sostenía con su mano izquierda la garra del monstruo sobre las cabezas de ambos mientras, en la derecha, se derretían inofensivos los restos de mi escoba metálica.

El ser de pesadilla que tan imbatible me había parecido hasta entonces soltó otro grito mudo de los suyos, interrumpido esta vez por un potentísimo gancho ascendente que lo hizo elevar los pies del suelo como un pelele ingrávido. Luego, en una sucesión de actos tan veloces que mis ojos se perdieron la mayor parte, una inmensa llamarada surgió a la altura del rostro de su oponente e inundó buena parte del callejón, tragándose al monstruo como si se lo llevase una riada de fuego.

Nada podría haber sobrevivido a aquello. Más allá del punto donde se había originado la deflagración sólo podía ver pequeñas cenizas revoloteando funestas, una jungla de escaleras anti-incendios goteando metal fundido y la absoluta oscuridad de muros y asfalto humeantes, sometidos al calor de un infierno que, incluso a distancia, me abrasaba la piel.

Y pese a todo ello, cuando intenté incorporarme pensando que ya había pasado lo peor, mi inesperado salvador me hizo un gesto con la mano para que retrocediera:

—Yo que tú me pondría a cubierto. Parece que alguien va a tener que enseñarle a esa sombra a no morder más de lo que puede masticar.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora