27. Las profundidades de la debilidad (I)

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¿Cómo había podido olvidarlo? Angelica Silvers me lo había dejado bien claro en esa misma clase: La energía existencial sería invisible para mí en su estado más puro, pues para verla había que desarrollar una percepción más allá de los cinco sentidos básicos.

Marina había empleado ese mismo principio en mi contra. Debía de haber llenado todo el espacio a su alrededor de lo que ella llamaba éter, por eso los demás alumnos, capaces de verlo, no pasaban por allí. Y en cuanto yo había puesto un pie en su radio de acción lo había convertido en la pecera de agua salada tamaño persona donde me ahogaba.

Revelada su trampa, la semidiosa se regocijaba ante el éxito de la misma. La tenue luz del lugar arrancando destellos esmeraldas de otro de sus vestidos de escamas no podía ni comprarse con el brillo de victoria en su mirada.

—¿Oh?, ¿te pasa algo? —preguntó con malicia— ¿Por qué no dices nada?

Porque no podía. Y ella lo sabía. De algún modo que no era capaz de comprender lo sabía. Porque de haber podido abrir la boca habría salido por ella la creciente erupción de insultos, cada cual peor que el anterior, atropellándose en mi cabeza.

—Vamos, ¿hay alguna razón para que sigas ahí dentro? ¿Desde cuando el pomposo Clan Blanco se ahoga en un simple vaso de agua?

Lo estaba disfrutando. Además, una vez más no me lo preguntaba a mí, sino que actuaba asegurándose de alcanzar con su voz al sorprendido público a nuestro alrededor. Porque tampoco había dejado ese elemento al azar: Al producirse el cambio de hora que conducía al descanso todas las esferas del aula se habían desvanecido y sus ocupantes observaban ahora la situación intrigados. En cuanto a Angie, ni idea, no podía verla desde donde estaba; quizá ya se había ido, observaba sin meter las narices, o las tenía enterradas en sus libros a la espera de que vaciásemos el aula.

Mientras tanto Marina seguía a lo suyo y, por muchas ínfulas que tuviera su monólogo, caldeó el ambiente hasta levantar un tímido borbotear de murmullos:

—Odio darle la razón, pero: ¿No dijo el Profesor Patek el otro día que los miembros de su especie heredan un gran poder al nacer? ¿Por qué no le planta cara a Marina entonces?

—¿Sólo te escama eso? Yo la vi hace nada en Preparación Física y parecía una gallina sin cabeza corriendo sin pensar alrededor del Palacio.

—Tanto tiempo entre humanos la habrá atontado.

—¿Hasta el punto de no usar nunca la magia? ¿Ni siquiera ahora?

A pesar de esas especulaciones tenía cabeza, aunque estuviese a punto de estallar. No a causa de aquellos comentarios, esos podían metérselos por donde mejor les pareciera, sino por la cárcel acuática donde me ahogaba sin remedio a la vista de todos.

La forma de intentar humillarme de Marina se me antojó tan particular como retorcida hasta el momento en que la vibración autoritaria en su voz adquirió un marcado matiz acusador:

—Ahora que lo pienso, siento cierta curiosidad: ¿Cómo es que esa lagartija de Redfang te presentó ante mí como su invitada cuando se supone que eres la hija de Weissman?

Eso último me heló la sangre. No era casualidad, la semidiosa atacaba a sabiendas las grietas de mi tapadera ¿Hasta dónde se había olido?

Por desgracia, tenía un problema todavía mayor entre manos: el agua en mis pulmones. Mientras me sacudía en espasmos incontrolables mi sistema nervioso juzgó que era más peligrosa que la que intentaba deslizarse por mi garante y les abrió el paso a ambas. Una cruel ironía común en muchos ahogamientos que habría preferido no experimentar.

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora