17. El despistado caballero alemán (II)

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Más allá del arco gótico trazado por la Puerta Grande había un recibidor. Y como en aquel lugar parecían desconocer el concepto de "construcción minimalista", sobra decir que sus dimensiones y diseño quitaban el hipo:

La enorme sala circular estaba plagada de gruesas columnas cristalinas que, a pesar de su alineación perfecta, daban la impresión de ser un bosque natural de estalactitas y otro de estalagmitas unidos de forma natural para sustentar el alto techo.

A ambos lados de la puerta comenzaban unas escaleras gemelas que subían pegadas a su respectiva pared hasta perderse en un piso superior. En la otra punta de la sala, tras un corto pasillo, un portón de dimensiones más reducidas daba a algún otro espacio abierto.

Caminé hacia el interior, iluminado por los agradables rayos de luz que atravesaban los muros opacos ¿Cómo hacían tal cosa? Ni idea, pero parecía ser algo bastante común allí.

Al no tener ni idea de dónde quedaban las aulas renuncié a probar suerte con las escaleras, me acerqué a una de las columnas y coloqué la palma de mi mano izquierda en su superficie con mis intenciones bien claras en la mente.

Ya lo había visto cuando me dirigía a Preparación Física con Drake y, más o menos, había comprendido cómo iba el tema. Tanto la pulsera en mi muñeca como el cristal de la columna se iluminaron de la misma forma en que lo haría un panel táctil. El que la tecnología actual y ese aspecto de la magia (si es que era magia) no distaran tanto, había hecho más fácil comprenderlo.

—Crystal —hablé, no estando acostumbrada a eso de dar órdenes mentales—. Quiero ir a-.

—Perdona...

Una voz indecisa a mi espalda me hizo interrumpir lo que estaba haciendo y darme la vuelta. Su dueño era un chico tan sobresaltado como yo, pues detuvo en el aire la mano con la que pretendía tocarme el hombro para avisarme de su presencia.

—D-disculpa —se apresuró a decir mientras la devolvía a los bolsillos de un desgastado pantalón vaquero gris.

Era de mi altura, pero sus hombros caídos y una expresión corporal insegura parecían restarle centímetros. Una mirada azul eléctrico daba la impresión de querer ocultarse bajo el largo flequillo de su cabello rubio, peinado hacia delante y del que algunas puntas se rebelaban apuntando hacia el techo.

—¿Querías algo? —pregunté.

Había algo extraño en él... bueno, en realidad no lo había y eso era lo raro. ¿Cómo decirlo? Le faltaba aquella "aura de perfección" que envolvía a todos los individuos del Mar de Esferas. Verlo me había causado la misma primera impresión que me habría provocado cualquier alumno desconocido de mi antiguo instituto en Nueva York.

—S-sí, me preguntaba... —se aclaró la voz intentando librarse del nerviosismo agudizándola— Me preguntaba si podrías echarme una mano.

—¿Echarte una mano? —Lo veía poco probable, al fin y al cabo era una recién llegada.

—N-no es nada raro —negó. Debía de haber malinterpretado mi tono de extrañeza por una negativa— Soy nuevo aquí y tengo que ir a Artes Marciales, pero... m-me he dejado mi salvoconducto en la habitación.

—¡Ah! Si es sólo eso sí que puedo.

Tenía suerte. Justo necesitaba una de las pocas cosas que...

...Un momento, ¿acababa de afirmar ser "nuevo" en el Palacio?

Reparé entonces en la cruz roja resaltada que protagonizaba el diseño de su camiseta blanca. Además, en uno de los brazos de la misma, justo sobre el pecho, había un escudo que ya había visto antes.

—Gracias —agradeció él con una sonrisa forzada, casi espasmódica— Por cierto, soy Georg. Georg Georgsen.

Georgsen. Eso lo confirmaba. Los caballeros de San Jorge seguían un sistema de apellidos típico del Mar de Esferas: Gorka, como su líder, portaba el título Georgson. Los demás miembros de la Orden, en cambio, tomaban el apellido Georgsen y se trataban entre ellos como hermanos a pesar de proceder de diferentes partes del globo.

Y el propio Georg dio fe de ello segundos después. Según me contó, se había criado en el Georg Heiligr Waisenhaus (uno de los muchos orfanatos bajo la administración de la Orden de San Jorge) y tras un "examen médico" el día de su quinceavo cumpleaños, el propio Gorka había ido a buscarlo para llevarlo al Palacio y contarle que era uno de los suyos. 

Era difícil evitar sentir una casi-paridad entre nuestras situaciones. Aunque él no tenía un dragón salido detrás veinticuatro horas al día, de haberle dado al universo por ponerle algo más de ironía a mi situación yo podía haber sido una de sus hermanas de la Orden (Y aún no había olvidado el breve instante en que la posibilidad de serlo me había sobrevolado).

—Cuando dices que eres nuevo aquí...

—Llegué hace una semana.

¡Llevaba más tiempo en el Mar de Esferas que yo! Bueno, no mucho, pero cómo era posible que necesitase mi ayuda.

Por supuesto, vocalicé dicha pregunta.

—Eso... tiene gracia —si la tenía su expresión no lo demostraba—. Como bajé a practicar al aire libre con Will... ¡Ah! Will es uno de mis, e-esto... hermanos... Pues no me di cuenta de que no llevaba el salvoconducto... —suspiró—. Cuando terminamos le dije que se adelantara a Artes Marciales mientras yo recuperaba el aliento... y fue entonces cuando me di cuenta de que no lo tenía.

Lo detuve. Más allá de su atropellada explicación, se notaba que le avergonzaba horrores reconocer lo ocurrido. Además, no hacía falta decir más. Según me habían explicado con antelación, a no ser que Weissman o Crystal estuvieran presentes, no se podía llamar a los ascensores del Palacio sin una pulsera como la que yo llevaba en el brazo.

—Menudo despiste.

—Ya... —el chico hizo un gesto de molestia mientras se frotaba la nuca—, s-suele pasarme. En Múnich los médicos decían que tengo TDAH.

¿Síndrome de déficit de atención? Conocía a gente que decía tenerlo y lo usaba como justificación a sus malas notas, pero no a nadie que lo padeciera de verdad.

— ¡Bah! —Le resté importancia— Un despiste lo tiene cualquiera —y dándome cuenta de que todavía no me había presentado, añadí—. Por mi parte, está bien conocer a otro habitante del "mundo real", soy Diana... Weiss.

Georg saltó de su apatía a la sorpresa como si cada una de mis palabras fuera un golpe de taser.

—¿¡E-eres la hija del director!?

— ¿Eh? Sí... —arrastré una respuesta todavía demasiado nueva para mí.

El caballero neófito me echó un tímido vistazo de arriba a abajo, como si me viera por primera vez.

—Vaya... Gorka nos habló de ti. Se supone que llevas menos tiempo que yo aquí, pero ya se te ve bastante... adaptada.

¿Adaptada? ¡Sí, claro! Tanto como lo estaba a pilotar aviones comerciales, es decir, cero. Aunque quizá mi indumentaria lo había inducido a tal error. En todo caso, eso no era lo importante:

—¿Georgson os habló de mí? ¿Y qué os dijo exactamente? —Con suerte, nada fuera de lugar ¿De qué me habrían servido los días de memorizar y asimilar la farsa construida por él y Weissman si el matadragones se iba de la lengua?

A Georg le extrañó mi repentina insistencia, pero aún así contestó:

—Poca cosa. Que pese a ser la hija de Weissman creciste en uno de los orfanatos de la Orden. Que nos lleváramos bien contigo —enumeró—... ¡Ah! Y algo sobre tener un ojo encima de la lagartija que te sigue a todos lados... N-no sé muy bien qué significa eso último.

Sonreí. Yo sí lo sabía. Aunque me sorprendió averiguar que Georgson se preocupaba por mí hasta el punto de ponerme una escolta anti-Drake.

–En fin ¿Vamos a Artes Marciales entonces?

Dragon Mate ¡YA A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora