Capítulo 4. Mente Saturada

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Edición 18/08/16

Edición 28/01/21

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     Yo estaba muerta.

     Al menos se supone que debería estarlo.

     Recuerdo la sangre, las heridas...todo. Recuerdo mi corazón agonizante y cómo la vida se me iba. Luego recuerdo fuego. Un incendio que quemaba todas y cada una de mis células, que consumía todo lo que hallaba en mi cuerpo como combustible.

     Recuerdo voces. Muchas voces...12 voces diferentes.

     Recuerdo emociones, emociones que se sentían mías pero no parecían.

     Recuerdo todas y cada una de las sensaciones que había experimentado, desde el fuego abrasador, hasta la capacidad de escuchar, sentir y oler todo, incluso las imágenes sin sentido que recurrían a mi mente e intentaba sofocar pensando en mi hermana.

     Así como también recuerdo que estaba segura de que explotaría.

     Mi mente no parecía llenarse, sin importar en cuantas cosas distintas pensara a la vez, pero sí se sentía abrumada, abrumada porque no alcanzaba a entender que pasaba. No me sentía con la capacidad de controlar la situación. Y como si no fuera suficiente, el fuego parecía haberse ensañado con mi garganta, después de torturar mi corazón hasta el último de sus latidos.

     Cuando abrí mis ojos, lo primero que vi fue el techo boscoso.

     Las ramas de los árboles y sus hojas formaban una cúpula, a través de la cual, se filtraban ligeros rayos de sol. La luz solar iluminaba perfectamente el bosque, aun cuando el día se había nublado en esta parte, o quizá sería que yo era capaz de ver todo con claridad. Demasiada a decir verdad. Incluso las hojas más lejanas del suelo, no se salvaban de ser vistas por mis ojos con una total claridad. No me lastimaba mirar directamente los rayos, aun cuando era capaz de verlos con una precisión atemorizante; descubrí toda una nueva gama de verdes y amarillos veraniegos exclusivos del follaje de los árboles, los rasgos de la corteza de los troncos y ramas con una nitidez alucinante, los insectos y animales pequeños recorriendo esa cúpula. Después de admirar todo a detalle, desvíe mi mirada hacia la periferia.

     Al momento pude identificar ocho personas...faltaban cuatro. Tres tipos de respiraciones diferentes, dos tipos de latidos. Registrar lo último me incomodó.

     Mi primer instinto fue enderezarme para que en caso de que necesitara salir huyendo, no me costara tanto trabajo. Me senté, las personas que podía ver tenían una piel demasiado pálida, una belleza apantallante y unos extraños —pero tranquilos— ojos color dorado.

     No quería darle la espalda a nadie, quería poder verlos a todos, vigilarlos e identificar la naturaleza de sus movimientos. No quería que me tomaran desprevenida, así que me arrastré por la tierra hacia atrás, hasta que mi espalda se pudo recargar en un tronco, por lo que pude apreciar al tocarlo, era un olmo. Sólo hasta ese momento me di cuenta que todo lo anterior, lo había hecho en un segundo.

     No es posible, pensé.

     Ni en mis mejores días, menos hoy que estaba cubierta de múltiples heridas y moretones, había caído por un barranco y casi muerto.

     Observé mis palmas y mis brazos. Yo siempre había tenido una piel clara —heredada de la familia de mi padre—, pero ¿esto?...Mi piel era pálida, cómo si hubiera atravesado una ligera decoloración, quitándome lo poco del color latino que mi madre me había heredado. Lo más alarmante era lo perfecta que estaba. ¿Rasguños? Parecía que mi piel no conocía tal cosa. Cero moretones, cero heridas, cero rasguños.

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