Capítulo 12. Travesía a Denali

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Edición 31/01/21

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     Sentí un vacío en mi cuello, como si un hueso me faltara: sólo era que extrañaba mi collar y el peso de sus dijes sobre la unión de mis clavículas con el esternón.

     Después de extraviarlo tras mi caída no quise arriesgarme a perderlo nuevamente—mucho menos considerando que en esta ocasión, iría a parar al fondo del océano—, así que se lo confié a Renesmee, que no tardaba en tomar el vuelo hacia los Estados Unidos con la mitad de la familia Cullen y los Quileutes.

     La luna —que recién comenzaba la siguiente fase— era nuestra compañera en la oscura noche, desde que salimos del hotel hasta que llegamos al borde de la placa continental. Mientras corríamos desde Italia hasta la costa de Tarifa (en el estrecho de Gibraltar) evitamos a como diera lugar las zonas habitadas; pero aquí en la costa, no había como evitar que los humanos estuvieran peligrosamente cerca, lo cual provocaba que el monstruo de mí —sediento de sangre— despertara. En el camino, si hubo un momento en que casi perdí el control al pasar muy cerca de un poblado, con mucho esfuerzo logré desviarme al primer bosque que encontré y cacé un poco para contenerme de la tentación que provocaba en mí el aroma de la sangre humana. Y aun con eso, me resultaba difícil refrenarme, por lo que le pedí a Jasper que se mantuviera aun más alerta y bien cerca de mí. Nunca habría demasiadas precauciones.

     —Bien, Kairi. De aquí comenzaremos a cruzar el Atlántico, ¿estás lista? Si todo sale bien, llegaremos al continente americano en el crepúsculo —me explicó Carlisle.

     La noche ya estaba avanzada, y aún me costaba creer que en cuestión de pocas horas cruzaría a nado el océano de una punta continental a la siguiente.

     Asentí.

     Fred se puso a mi lado.

     —Tranquila, nadar es parte de nuestra naturaleza, no tendrás ningún problema y nosotros estaremos todo el tiempo contigo —me dedicó una sonrisa.

     Estábamos a un par de metros por encima del nivel del mar, así que tendría que dar un pequeño clavado. Voltee hacia el Norte, a mi hogar. Un nuevo comienzo daba inicio en mi vida, mientras le decía adiós a Cheltenham y a la vida que había sido mía por 23 años.

     "Adiós", articulé con los labios justo antes de saltar.

     En cuanto entré en contacto con la refrescante agua, me sentí despejada.

     Me había quitado los zapatos y puesto ropa más apta para correr por casi medio continente europeo y cruzar a nado el océano —cosa que a Alice no le agradó hasta que le expliqué que no quería arruinar el vestido—, y por supuesto, tejí mi cabello en una trenza.

     Carlisle me hizo una seña y comencé a nadar. Esto no era cosa de otro mundo para mí. Amaba nadar, sobre todo bajo la superficie, lo que si era nuevo era la velocidad y la falta de necesidad de oxígeno.

     Me sentí tan rápida con el pez espada, tan alegre como un delfín, tan ágil como el tiburón Mako. Jugué con mi velocidad, me sumergí, jugaba como un ballenato, hacia tantos trucos como los delfines. Descubrí que era cierto que nadábamos más rápido de lo que corríamos, por unos instantes nada más importó, nada más que el placer puro que puede provocar en el cuerpo una tremenda segregación de dopamina. Mis pensamientos se perdieron en la inmensidad del océano, en mi cuerpo atravesándolo como un torpedo, en el espectáculo que formaban los rayos de luz al propagarse por el agua.

     Tras varias observaciones, descubrí que los animales marinos se alejaban al sentir nuestra presencia, nos temían, nos reconocían como depredadores peligrosos.

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