VEINTINUEVE

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Al fin era el día y yo corría, hacía flexiones y escalaba con una energía pocas veces vista en mí, un poco por la emoción que me proporcionaba la esperanza de volver a vernos las caras con Alex y un poco por la ansiedad de saber que va a pasar y que me podría esperar en el lugar indicado en el papel.

Incluso Christian me veía sorprendido cuando pasaba por "su" especialidad que, a final de cuentas, había mutado de Artes marciales a Acondicionamiento Físico; cada cierto rato se me acercaba e intentaba hablar tratando de salir de su personaje de tipo autoritario, pero algo en su actitud no podía terminar de agradarme, a lo que cada pregunta que hacía se la respondía algo cortante.

Cuando mi grupo salió de la especialidad, era el turno de armas de contacto y el tema de la clase no pudo venir en mejor momento: Manejo de armas japonesas, donde comenzaríamos con katanas.

Al momento de la práctica, Diego nos dio a cada uno un boken, una especie de espada de madera. Al entregarme la mía, en un gesto de confianza me guiñó el ojo.

Esta era una de esas pocas ocasiones donde nos enseñaron a cerca de armas de una cultura específica. La clase logró captar toda mi atención ya que incluyó mucha historia, uno de mis amores incondicionales, ya que el conocer sobre mundos, vidas, muerte, guerras, héroes, revoluciones y cambios es algo de lo que nunca estoy satisfecha. Siempre podemos olvidar y decir que nada pasó, pero nuestro futuro jamás estará completo si no tenemos memoria.

Luego de enriquecerme intelectualmente, comenzaron las clases del manejo del arma en cuestión.

La clase terminó con combates parecidos a la esgrima, los cuales tuvieron resultados interesantes.

El entrenamiento terminó y Diego me esperaba afuera, nos fuimos charlando. Me dejó hasta la puerta de la casa del doctor Zandaya y nos despedimos.

A las 4 de la tarde luego de tomar una ducha, me desplomé sobre la cama, algo cansada, pero no más que otros días.

Una vez relativamente vestida comencé a equiparme para la noche.

~o~

Eran ya las seis de la tarde y las luces de Sub Terra comenzaban a atenuarse como si diera el aviso de que mi momento había llegado.

Iba vestida con mis botas de servicio con punta de fierro (Las que pesan por lo menos unos dos kilos a los que me acostumbré en los entrenamientos), un pantalón de buzo negro y una camiseta del mismo color, y sobre ella, el abrigo café que me dio Diego. Colgada tras mi espalda estaba la katana negra oculta bajo el chaquetón.

Una vez amarré mi cabello en un moño (Lo que hizo que me diera cuenta como había pasado el tiempo y que la melena de hace meses volvía a ser del largo normal de mi cabello) salí de la casa con sigilo y me dirigí a tomar uno de los últimos buses que se dirigía a la zona norte de Sub Terra.

Aún había movimiento por las calles y a las 6.40 ya me encontraba en el centro de la ciudad, a un par de cuadras de la gran torre. A las 20 horas las luces comenzaban a bajar y no había calculado cuanto demoraría en llegar el bus a mi destino, si llegaba a la hora, sería sólo por un mero golpe de suerte.

El ambiente moderno de las calles se fue desvaneciendo con el avanzar del vehículo, casi todos habían bajado y sólo yo quedaba. Comenzamos a llegar a un barrio residencial muy empobrecido, se podía ver en las esquinas a gente bebiendo y a algunos drogándose.

— Estación terminal, fin del recorrido.

La voz grave del chofer me saco de mis divagaciones y me levanté del último puesto del bus.

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