2.Hogar.

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Al siguiente día, como todo intrépido chico mayor a los quince años, realizaba oficios del hogar, ya que estaba en la considerable edad de ser tomado en cuenta como un joven veterano, un pequeño candado en su barbilla le atribuía aires de madurez, aunque para su madre, la señorita Cecilia, siempre le consentía como lo que era: El príncipe de la casa.

—¡Mi Hebi! ¡Despierta ya! ¡Es hora del desayuno!—gritó con desmedido cariño.

—¡No me llames así!—replicó indignado—. Ya estoy bajando—contestó de buena manera mientras revestía sus pies con las toscas chanclas rojas compradas el día anterior por su madre en la zapatería del pueblo.

Al bajar las escaleras notó que el desayuno iba a estar merecedor de recuerdo, sus ojos posaron en la mesa observando lo favorito de su alocado estómago: pastel de carne, con la característica tela de lechuga que le añadía su madre para una mayor «diversión».

—¡Gracias mami! ¡Se ve delicioso!—dijo divertido e infantil pareciéndose a un niño pequeño.

—Con gusto mi Hebi—respondió como una mamá hacia su bebé, abarrotada en inmensa ternura.

Enfrente yacía su padre, hombre de pocas palabras y cómplice de su esposa, el clásico buen tipo y figura de respeto en la casa. Leía el periódico.

—Buenos días padre—expresó al sentarse en la silla de madera.

—Buenos días hijo—contestó leyendo, sin mirarlo.

—Aquí está lo tuyo Charles—Colocó en la mesa de antaño la sopa de verduras favorita de él.

—Gracias cariño—Dejó de leer y le dio un corto beso en los labios.

Heber solo volteó a ver hacia la ventana, disgustado. Empezó a comer con rapidez como siempre hacía. Su padre le sonrió y mientras veía a su esposa, le dijo:

—Hijo y, ¿cómo vas con esa niña? ¿Ya la domaste? —Le dio un pequeño puñito en el hombro.

Heber inclinó su rostro apenado, como si le hubieran dicho un insulto y manifestó débil:

—No pa...—Charles—Interrumpió su madre—, no le preguntes. Nuestro bebé es tímido, después se animará... —Ubicó dos vasos de jugo de lechosa en la mesa—, algún día...—dijo con dulzura y risas de madre orgullosa.

—Ése es mi hijo—agregó su padre.

—No madre, ya lo he intentado veinticuatro veces... No soy tímido, sólo es ella la que no acep...

—Hijo, no te apresures—Irrumpió su padre—, el amor llega a ti... ¿Sabes cuántas veces tuve que decirle a tu madre para que me aceptara?

—Ya lo sé—Recostó la palma de su mano en el cachete—, tres veces—admitió mientras metía en su boca una rebanada de pastel.

—Ajá, pero en la segu...—Se detuvo por una nueva intervención.

—Sí padre, ya sé que en la segunda estabas bebido y ella te rechazó, ya en la siguiente te aceptó, siempre me lo dices—objetó a lo último.

—¿Ah sí?—exclamó confuso con cierta incertidumbre. Su padre en alguna que otra ocasión vivía en lagunas y no recordaba cosas.

—Sí—Dio una risa casi botando las tiras de la lechuga previamente masticadas.

—Muy bien, entonces no te rindas. Tu madre y yo te ayudaremos en todo.

Ambos sonrieron y Heber aprobó con timidez meneando la cabeza sin mayor gracia.

Al terminar de comer, casi siempre hacía lo mismo, partía a casa de Ciro para unas partidas de tin tin colorado y pasaba todos los días en el camino de ida y vuelta enfrente a la casa de su gran amor. Heber cada día fantaseaba dentro de sí, sobre lo imposible que era algún día que ella le prestara atención, pues su amor de siempre... fue sólo ella.

Francisca Macayo.

Una dulce niña de dieciséis años, tenía cara angelical y su pelo era castaño con mechas sueltas, unos preciosos ojos azules y un vestido verdoso entre adornado con lentejuelas tono esperanza que le resaltaban de forma adorable; unas botas color madera y un lazo blanco que cerraba en la parte trasera de su cintura.

Ella era el sueño de Heber.

Desde pequeño—a la edad de los ocho—, se le declaró por primera vez al frente de la calle saliente a la casa del alcalde. Heber tomó una flor mordida de la sucia superficie y se acercó tocando a su hombro. Pronto susurró las comprometedoras palabras:

«¿Quieres ser mi novia?»

Francisca respondió con dulzura y mucha amabilidad sin mostrar sorpresa.

«No, muchas gracias.»

Remató su dolorosa frase con una generosa sonrisa que atrapó el necio corazón de Heber, siendo aquel su primer rechazo... De muchos venideros.

Luego de aquello, él no se había rendido ni un solo día en intentar conquistar el difícil corazón de Francisca.

Lo había intentado todo desde que tenía uso de razón. En el cumpleaños número trece de ella, le hizo una pulsera de perlas buscando cada una de ellas en todo el extenso lago de la Villa, él quería hacerle un collar pero sólo pudo conseguir nueve de las veinte perlas presupuestadas y con la ayuda de su padre, terminó en un rebuscado y simpático regalo recogido con cuidado en medio de un viejo cartón de regalos y con la nota declarada de admirador secreto.

Entretanto Francisca, en el día de su cumpleaños, no invitó a nadie más sino a sus amigas Fabiana y Kendry. Y también a un amigo que vivía en la última casa del pueblo... y era el más insoportable que cualquiera hubiera conocido: Joseph Camacho, principal rival de Heber en la disputa por el amor de Francisca.

Camacho era grande en estatura porque medía un metro con setenta y siete centímetros, típico chico galán y mujeriego con las niñas. Acortejó a Francisca tiempo atrás, ella le rechazó.

Al hacerlo, él se vio envuelto en desconcierto y desde el día del rechazo, luchaba por el amor de Francisca, pero estaba en el tortuoso estado de amistad que le marginaba de optar por alguna posibilidad.

Heber, a pesar de no ser invitado, se las arregló para entrar por la ventana trasera de la casa de Francisca y dejar el regalo en su cama. Después de lograrlo, se marchó satisfecho. Y hasta los presentes días, Francisca esperaba en confidencia a su admirador secreto con las ilusorias esperanzas de conocerlo algún día.

Con el recorrer de los años, Heber se le declaró en nueve ocasiones más y en la séptima, ella le recomendó no volver a intentarlo, sin embargo, él no hizo caso.

En general, recibió cuatro cachetadas, tres duros sermones y una patada de botas que lo dejó tragando pasto.

Al final, Heber nunca perdía la fe pues estaba enamorado de la niña de sus ojos. Cuando recordaba todas sus tristes y dolorosas historias con Francisca... llegó a casa de Ciro.

—¡Heb!—expresó Ciro con alegría.

—Buenos días amigo, ¿Cómo amaneces?

—Excelente, hoy viene un amigo de pueblo Michelena que desea aprender a jugar tin tin colorado.

—Ah, qué bueno—dijo gustoso—. Enseñémosle.

—Listo—respondió mientras volteaba a ver en la puerta—, ¡Jaider! ¡Ven acá!—gritó sin guardarse nada.

Salió alguien tímidamente de la casa de Ciro y se acercó vacilante hacia él, era un chico moreno de altura estándar y de pelo negro con abundancia, lo diferenciaba una llamativa cabellera de palmera.

—Hola.

Noche de brillo azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora