Jelliot: La lentitud es nuestra mejor virtud

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Jelliot: La lentitud es nuestra mejor virtud.

Habían pasado cuatro maldito meses. Cuatro meses de aquella vez en la que hice el ridiculo ante un auditorio lleno, más las millones de personas que luego vieron el vídeo en YouTube. Cuatro meses de aquella vez en la pregoné a los cuatro vientos que Jane era mi mujer.

No lo es.

Aún.

Después de que bajase del escenario aquel día y de enfrentarme a la expresión alarmada de Jane, me di cuenta de que algo no iba bien. Al principio pensé que era porque el discurso era bastante malo o porque quizá había cometido algún error al expresarme. Había veces en las que, mientras estaba hablando, una palabra que no tenía nada que ver con el tema se me escapaba y mis amigos, y por supuesto Jane, se reían a más no poder.

Suponía que eso era algo que teníamos los músicos dentro. No era que no prestase atención a la conversación, sino que a la vez mi mente comenzaba a trabajar, creando nuevas melodías que luego trataba de recordar y plasmar en mi trabajo. Yo era ese tipo de artista, poco a poco me había acostumbrado a ese término, que se guiaba por impulsos. Si una letra se formaba en mi cerebro, no podía dejar de pensar en ella hasta que la anotaba y estaba seguro de que la había guardado para el futuro.

No era de extrañar que millones de veces Jane me hubiera descubierto trabajando en la madrugada. Ella me rogaba que volviese a la cama para que descansase. Era cierto que nuestra vida era más ajetreada que la de una pareja común, pero no la cambiaría por nada. Tenía todo lo que quería y era genuinamente feliz.

Nosotros teníamos una rutina de la que ninguno de los dos se cansaba. Por ejemplo, en esas noches en las que me pillaba trabajando en alguna melodía me tomaba de la mano y me llevaba hasta nuestra cama. Ella sabía que no iba a poder quedarme dormido si no lograba perfeccionar la melodía o la letra de una nueva canción y por ello me pedía que se la cantase.

Entonces yo me desplazaba a su almohada y pegaba nuestras frentes. Ella sonreía y solía acariciarme las mejillas porque a ella le encantaban mis pequeñas pecas que estaban comenzado a desaparecer con el paso del tiempo. Y, sin despegar las miradas el uno del otro, yo tarareaba la canción que había rondado mi cabeza, con ligeros susurros que chocaban contra sus labios.

En sus ojos podía ver sus sentimientos hacia la canción: si era de su agrado, le parecía muy descarada o espantosa. Cuando terminaba nuestra actuación personal le pedía opinión, y tenía que decir que ella no se cortaba por ser mi novia, ella decía con claridad lo que pensaba. Podía llegar a ser más cruel que Simon Cowell.

Y de esa forma yo me quedaba tranquilo y con un nuevo beso le deseaba buenas noches. Jane nos envolvía con las sábanas y yo me giraba hacía ella y rodeaba su cintura con mis brazos. Y por fin, el sueño se apoderaba de mí mientras Jane se relajaba en mi pecho.

Eso era lo mejor.

Volviendo al tema de lo que sucedió en la gala benéfica, solo he de añadir que no tardé mucho en enterarme del revuelo que había causado con mis palabras. Básicamente estaba por cualquier rincón de internet. Por eso es porque odiaba ser el centro de todas las noticas, y siempre lo trataba de evitar.

Los siguientes días fueron una locura. A penas pudimos salir de casa ya que varios periodistas se habían apoltronado allí, esperando para preguntarnos sobre lo que yo había dicho. Y cuando nos apresurábamos y salíamos a cenar o a dar un paseo aparecían nuevos paparazzis que se arremolinaban a nuestro alrededor, llamado la atención de todos los transeúntes.

Más allá de la música © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora