La propuesta

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Cuando al mejor nigromante de la ciudad le rompieron el corazón, ya no pudo levantar a los muertos.

Cuando el talentoso piromante decidió enfrentar sus miedos, fue incapaz de conjurar las flamas.

Y todos sabían la causa.

Y ningún nigromante se animó a entristecer por la pérdida de su maestro.

Y ningún piromante siguió a su ídolo.


Ser una persona fuerte era esencial para comandar a los difuntos, Jeuff sabía. La ciudad había visto caer a dos magos de renombre. El antes maestro de los muertos se encontraba en algún bar, ahogando recuerdos con bebidas espirituosas. "Por eso uno no se enamora", se repetía el joven. Acontecimientos de ese estilo derribaban a los grandes, los rompían de un modo pocas veces remediable. ¿Qué le daba el poder a un mago? la respuesta variaba según la disciplina.

Estaba feliz. Era un nigromante, después de todo. La felicidad era su estado natural. Pocas cosas son capaces de perturbar a quien disfruta de animar cadáveres. En especial cuando hay tanta demanda de mano de obra barata. Un empleado y una decena de muertos son más baratos que diez empleados. Es simple: Si eres un empresario, le pagas al nigromante el sueldo que tendrían cinco trabajadores, lo obligas a reanimar diez muertos que alquilas a un cuarto de lo que le pagarías a una persona cada uno, y te ahorras un veinticinco por ciento en personal.

Se encontraba en su hogar, disfrutando de la buena vida. Tenía dinero, estaba soltero, la mayoría de sus amigos practicaban la misma disciplina que él. Era fin de semana, y no había mucho que hacer.

Hasta que tocaron el timbre.

Se levantó de su sofá marrón, dejó el vaso de jugo que había estado degustando a un lado. Y, por último, se dispuso a atender a quienquiera que estuviera en la puerta.

Al llegar a la susodicha, vio cómo, por debajo de esta, el suelo se iluminaba.

—Te recomendaría usar lentes de sol. Tuve otro altercado con ese vecino —expresó el muchacho al otro lado, con énfasis en "ese".

Jeuff suspiró, no era la primera vez que esto pasaba. De hecho, ocurría tan seguido que ya tenía los lentes de sol colgados junto a la puerta.

Abrió de un sopetón, no tenía sentido hacerlo despacio. Observó, sin sorpresa pero conteniendo la risa, a su amigo, que portaba un vestido largo, guantes sin dedos y una tiara, todos hechos de luz pura.

—Tu rival se está volviendo más creativo —remarcó Jeuff.

—¡Quiero practicar mi magia en paz y ese hijo de su puta madre no me deja!

—¿Pensaste en cambiar de disciplina? Con tanta ira serías un buen curandero.

—¡Quiero ser el mejor manipulador de sombras, no curar patas rotas!

—Con tu personalidad, podrías ser ambos.

El muchacho le lanzó una mirada de incredulidad. No podía ser el mejor en ambas disciplinas. Era joven, tenía el tiempo para intentarlo. Mas carecía de la paciencia para aprender a enojarse de modo constante.

—Está bien, pasa. Hablemos de otra cosa, Sinar.

Tomó aire y contó hasta diez. Jeuff emanaba esa aura de calma imperturbable típica de los nigromantes y los asesinos en potencia.

La presencia de Sinar iluminaba el lugar como ninguna otra. Era obvio el porqué. Uno podía calificarlo, por el momento, como una persona brillante. Cualquiera que lo viera caminando por la calle podría adivinar cómo terminó sí. Los magos de luz eran necesarios, pero no muy queridos por la comunidad. El hecho de tener que odiar para conjurar hechizos los alejaba del resto de las personas, y alimentaba el odio del que obtenían poder. Por lo tanto, era hasta beneficioso.

Sinar tomó asiento en el sofá, entrecruzó los dedos, y miró a su amigo a los ojos.

—Quiero que me ayudes a descubrir algo.

Despreocupado , Jeuff se sentó a su lado.

—Por supuesto ¿qué cosa?

—La manipulación de sentimientos. Ya sabes, esa disciplina mágica teórica.

Jeuff se alejó unos centímetros de su amigo y miró hacia otro lado. Nada bueno podía surgir del deseo de controlar los que otros sentían.

—No te pongas así. No la usaré para nada malo, Si logramos descubrirla, devolveré al trabajo a tu maestro y haré que mi vecino me deje en paz. Seré sutil, no se la enseñaré a nadie —dijo a la vez que utilizaba las manos para ayudar a comunicar sus intenciones.

—No es correcto. Quiero ayudar a mi maestro, pero no de ese modo.

—¿Y prefieres que continúe destruyéndose en un bar?

Jeuff esbozó una mueca de seriedad. Le era difícil hacerlo, aunque el tema lo ameritaba. La felicidad era tan adictiva para él que le costaba expresar sentimientos ajenos a ella. Se sentía peor de lo común cuando dejaba que otros afloraran. Estaba en una encrucijada moral. No era correcto ayudar a su amigo, y tampoco era correcto dejar pasar la oportunidad de salvar a su maestro.

—Me pones en un dilema del que no hay salida correcta.

—Jeuff, cuando ninguna salida parece la correcta, todas lo son —soltó con la más absoluta convicción.

—No vengas a hacerte el filosofo, princesita del sol. No en mi casa. Cuéntame cómo piensas descubrir algo que muchos intentaron, y fallaron miserablemente.

Sinar podía ser bajo, despreciable, y un poco irritante cuando quería. Pero si algo lo definía, era que creía en sí mismo. Algo muy bueno en la gente cuerda, racional. Algo muy bueno si conoces tus límites. Y Sinar... dejémoslo en que, de haber sido una avispa, su pasatiempo preferido hubiera sido retar águilas a duelo.

—Estoy envestido en luz, bien puedo hacer algo absurdo para terminar de humillarme...

Se puso de pie y se dirigió al baño. Se hizo con el secador que allí, junto al inodoro de porcelana, descansaba. Y volvió a la sala de estar. Sobre la baja mesa frente al sofá posó un pie. Luego, alzó el utensilio de limpieza cual si fuera una lanza.

—¡El empirismo llama, hermano mío!

Negándose a mirarlo a los ojos y girando un dedo, Jeuff le respondió.

—Manicomio, la palabra que buscabas era manicomio, no empirismo.

Bajó su pie de la mesa, se arregló el fleco que se le había metido en el ojo y, con tranquilidad, volvió al sofá. Sí, aún con el secador en la mano.

—Jeuff, vamos, no es amoral si no lo usamos para fines malévolos.

—El concepto en sí mismo de manipular a las personas es malévolo.

—Tenemos a los telépatas haciendo mayor daño que ese, conociendo secretos y deseos ocultos. Tenemos a los ilusionistas que se enloquecen para que su verdad se coincida con lo que conjuran. Tenemos a los manipuladores de vida usando amor para arrancarte el alma y meterla en un frasquito de morondanga. Tú, señor que profana cadáveres, perturbando su descanso eterno, ¿me vienes a decir que manipular a la gente es amoral?

—Manipular a la gente viva. Los muertos no tienen derechos —se defendió con naturalidad. Acusaciones de estar en los bajos fondos de la moral, pan de cada día del nigromante.

—En fin. ¿Cuento con tu asistencia en esta situación?

—Dame una semana. Lo pensaré.

La alegría se hizo visible en la cara del joven Sinar. Le inundaba de algo similar al furor al imaginar lo que le podría hacerle al hijo de puta de su vecino.

Al ser los caminos de la mente tan raros, se desvió por un callejón oscuro donde se encontró con una incógnita extraña: ¿A qué clase de magia estaría ligada la putería?

Luego de que esta le robara unos cuantos segundos, la atención y una porción de su creatividad diaria (que por fortuna existía en exceso) volvió al sendero principal, y comenzó a planear su proceder.

La obligada felicidad del nigromanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora