El desafio a la muerte

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Se pasaba la navaja de mano en mano, contemplando una foto de la que hasta hace unos meses era su esposa. Ella le había dejado su casa y todos sus bienes, mas le había arrebatado su felicidad. Lo más importante para aquel que reanima a los muertos.

Por un largo rato había creído que era su culpa. Un nigromante debe ajustar su definición de felicidad según las circunstancias lo ameriten. Buscarla en las pequeñas cosas cuando las grandes fallan, y en la desgracia cuando las pequeñas escasean. Pero esta... esta no podía cambiarse.

Para ser modificable, tenía que ser una felicidad de nigromante. Pero ella, astuta como era, la había reemplazado con la propia. Casarse, tener hijos, ir de vacaciones con la familia. Esas no eran ideas de alguien que levanta a los muertos.

Por eso, por eso... por eso no tenían que e, ena, enamorarse. Sí, los nig, nigro, nigromantes nunca debían ha, hacerlo. Eso era una de las ba,ba, bas, bases. Y él nunca la había recordado sin tartamudeos de borracho. Cuando la repetía a sus alumnos, no reparaba en sus palabras.

Estaba viejo. Sin su esposa ni sus hijos, los años le pesaban sobre los hombros, cementados por la soledad. Esa mujer con la que había compartido toda su vida, mientras recomendaba, con hipocresía, no enamorarse. Su hijo mayor había escapado de casa hacía seis años, y allí la relación con su mujer inició su lenta destrucción. Lo habían buscado por un buen rato. Pero el muchacho siempre había sido inteligente. No dejaba rastros. Estaba determinado a hacer su vida. No quería ser feliz, no quería levantar a los muertos. Deseaba desempeñar otra función. Y, decidido como él solo, nunca se dejó atrapar.

Culpar al pasado no serviría de nada.

Reparó en la navaja. Este era el presente. Soledad tan densa que estaba por formar una estrella de neutrones (Nunca sabes cuándo necesitaras una estrella de neutrones). Un par de tajos y el dolor, tal vez, retrocedería.

¡No!

¡Jamás!

Era un hombre de palabra, y le había prometido jamás lastimarla. Ya estaba sentado en un trono de promesas rotas, no era momento de agrandarlo.

Dejó caer el objeto punzocortante y miró sus manos. Piel seca, agrietada, añeja. Cuatro décadas para cinco. El cuerpo ya lo traicionaba. El cuerpo, lo único que le quedaba.

Entonces, una idea macabra se gestó en su cabeza.

Puede que su mujer lo hubiera dejado porque estaba viejo, pensaba. Pero su amor era joven. Y conocía a la muerte más que a sí mismo. Si la vida se le escurría entre los dedos, no iba a ponerse a recoger las gotas esparcidas en el suelo del tiempo. Iba a arrancársela de las manos a alguien más.

Para eso necesitaba amor verdadero. Sincero, inmortal. La clase de amor que lo hacía sufrir debido a su horrible agonizar. Lo tomaría, la llevaría a ella como un ideal, un horizonte, y dejaría atrás la nigromancia.

La perdida de la felicidad lo había vuelto un monstruo. Si no podía volver a empezar en aquel punto de su vida, debía retroceder. Estaba decidido a lograrlo.

Se levantó de su silla de huesos, apartó las botellas que le estorbaban al andar, y , como pudo, encontró el camino a la puerta.

Una vez a la intemperie, se acercó a una flor, puso la mano sobre esta, y se concentró. Pensó en su mujer, aquella que tanta felicidad le había dado, en lo que lo quiso, se creyó el cuento de que aún lo quería. Agachado, con ambas manos alrededor de la flor, sintió como le arrebata la vida a la planta, que veia marchitarse por el espacio entre sus extremidades.

Una esfera color vida (uno que no se encuentra en el espectro físico de la luz), de un milímetro de grosor, terminó posada en su palma. fijó la vista en ella, y , con su conocimiento de la magia, pudo lograr asimilarla.

¿Cuánto era eso? tal vez era una hora más joven. Probablemente menos. A ese paso tardaría años en volver a tener la vitalidad de sus veinte.

Podría matar a todo su jardín por una semana de vida. No era algo que valiera la pena.

No quería volverse un criminal, no deseaba robarle la juventud a otras personas, o a los animales.

Pensó en viajar a un bosque cercano, donde podría experimentar con diferentes especies de árboles. Nadie lo culparía por un par de robles y similares muertos. Un grupo de puteapastos podían hacer nuevos crecer en cuestión de días.

—Prometo volver a ser el joven que amabas. A cualquier precio —le dijo al viento, esperando que le llevara el juramento a su ex esposa.    

La obligada felicidad del nigromanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora