En el parque

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Alrelbeinit había crecido bastante. Ya no era un pequeño grupo, sino más de 100 personas juntas, en medio de la noche. Habían evadido a la policía por el simple hecho de que nadie denunciaba a los lunáticos que se movían en masa a esa hora. No tenía sentido. Había llegado al centro de aquel parque evadiendo la mayoría de los magos de luz que iluminaban la calles.

Y ahora tomaba forma. Reforzando las uniones entre sus rehenes y recubriéndolos con más tejido penumbroso construía un cuerpo parecido al de un animal. Uno masivo.

Dos robustas piernas y dos brazos aún más gruesos recordaban a la figura de un gorila, al igual que la postura. Apilaba a los sujetos en su amplio tronco, y luego de que estuvieran bien cementados entre sí, procedía a sellarlos debajo de su oscura piel. Y e n el centro de su pecho, una cara resaltada entre la oscuridad, expuesta al mundo. La cara de una mujer atrapada dentro de Arelbeinit. La cara de Talassa.

La cabeza de su nuevo avatar fue lo último en formarse. No tenía nariz, ni ojos. Solamente se notaba una boca llena de irregularidades que nadie podría clasificar como dientes. Aunque tal vez sí como astillas.

Podía notar, en la distancia, un grupo de personas. Uno de ellos cabalgaba en un ebrioso corcel negro, liderando a varios cadáveres de paso ligero.

El jinete se acercaba con una trayectoria sinuosa. Eso es lo que obtienes cuando fabricas tu caballo con las sombras de un bar. Y cuando te importa respetar la borrachera de esa tiniebla que tomaste prestada.

Sinar desmontó a pocos metros del monstruoso resultado de sus experimentos, recorriéndolo con la mirada. Se quedó petrificado por unos segundos al ver la cara de su novia en el torso de su rival.

El equino dio un paso en falso, se tropezó con sus propias patas, cayó al suelo y se derritió , volviéndose algo parecido a un charco de brea. El líquido aún veía doble.

Sinar vestía la capa de jefe del gremio. En su cinturón cargaba una espada tan negra que aparentaba requerir una guerra civil para ser liberada de su funda. Lo único que lo separaba de su pecado viviente era una fuente que lucía frágil.

—Arelbeinit.

El ser intentó componer una sonrisa, pero solo pudo alzar la mitad de su boca, dándole un aspecto horrendo a su expresión.

—Creador.

—Dame a Talassa —imperó sin titubear.

—Creador —repitió.

Sinar llevó la mano a la empuñadura de la espada.

—Mira, comprendo que tengas daño cerebral. Hay que ser muy estúpido para desafiarme, y más aún para hacerlo con la vieja fórmula de la damisela en apuros. Te estoy dando la oportunidad de vivir, de enmendar tus errores.

—Hice lo que querías, creador. Hemos cambiado la mentalidad de muchas personas. Incluso la de tu hembra. Ahora será la amante perfecta.

Sinar sonrió.

—Me alegro de saber que no le has cambiado nada, entonces.

Jeuff se tocó la frente. No sufría de fiebre, por lo que Sinar diciendo esas palabras remotamente dulces no era una alucinación. Tal vez se acercaba el fin del mundo.

—Te lo voy a repetir. Dame a mi novia.

Arelbeinit lo sentía. Sinar le odiaba y estaba desesperado. Hombres. Quítales el hogar y encontrarán otro. Quítales su identidad y forjarán una nueva. Pero quítales sus mujeres o sus niños, y entonces tendrás una carnada efectiva.

—Creemos que tengo la ventaja en esta negociación, creador. Para liberar a Talassa necesitaría un nuevo cuerpo para utilizar de núcleo. El del mejor manipulador de sombras humano sería un reemplazo adecuado.

Sinar retrocedió un paso. Desenfundó su hoja y apuntó la cabeza de Arelbeinit.

—¡Fuego sin discreción, Dosbocas!

Otro estruendo, otro disparo del cañón. Y solo una diminuta abolladura en la masa uniforme que era la pseudocara del enemigo. Viendo que no tenía más que hacer, la invocación se marchó mientras aún podía.

Sinar miró a los lados, le ayudaba a pensar. Pudo notar que una agencia de noticias estaba filmando la situación.

Enfundó la espada y corrió hasta donde los medios se encontraban. Arelbeinit continuaba quieto en su posición, no valía la pena luchar para otra cosa que no fuera defenderse. Ganaría la batalla frustrando a su opositor.

Una reportera estuvo a punto de hacerlo tragarse el micrófono.

—¿Qué está ocurriendo, señor?—Preguntó la dulce dama, ignorando la gravedad de la situación.

—Nada de tu incumbencia. Solo vine a decir que yo, Sinar Deuan —procedió a nombrar su larga lista de títulos— advierto a los miembros de mi gremio de no buscar recrear este experimento, si es que logro detenerlo. Por favor.

—¡Quiero hablar a la cámara! —dijo Arelbeinit.

La reportera se acercó con gracia al monstruo, portando su falsa sonrisa de siempre.

Sinar contuvo el deseo de darse a sí mismo un par de bofetadas. La gente común nunca tomaba a su disciplina en serio.

—¿Qué lo trae por aquí a estas horas... ente?

—Quiero decir algo. Si alguien conoce a Grasnel Cyan...

Al escuchar el nombre de su maestro, Jeuff se movilizó como endemoniado, arrancándole el micrófono de las manos a la mujer.

—Lo que una cosa tan fea quiera decir no puede ser bueno. No le haga caso, sea feliz, maestro.

Pero el maestro nigromante ya no estaba en la casa. Y varios muertos, incluidos una variedad de animales, se habían levantado de sus tumbas.

La obligada felicidad del nigromanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora