Por una esperanza bastante brillante

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Grasnel se creía perdido. Desempleado, con su seguro por infelicidad a punto de vencer y sin un modo de recuperar lo que la vida le había arrebatado, ya no se consideraba un hombre. Un hombre vive , quiere despertar al otro día. Él era un manojo de recuerdos felices y desgracias recientes.

Era la segunda vez que el mundo el había escupido en la cara al verlo ser exitoso. La primera vez fue cuando uno de sus hijos escapó para jamás volver. El entonces joven de trece años no se sentía a gusto con el negocio familia, y Grasnel decidió que era solo una etapa, que se le pasaría la locura. «Un día comandaras a los muertos, y te gustará. Un día serás un hombre que hace de la felicidad un modo de vida.» le había dicho.

Si tan solo hubiera sabido que la vida es una hija de puta que no juega a los dados, y en su lugar se entretiene con el tiro al blanco, usando munición no letal.

Y qué podía hacer, si los lamentos nunca llegaban a tiempo. Siempre tarde, siempre tarde. Aunque, para ser justos, casi nada en la existencia es un ejemplo de puntualidad. Cuando la humanidad empezó a medir el tiempo, faltó el listillo que se percatara de que la mayoría de los relojes estaban adelantados.

El mocoso tenía parte de la culpa de su separación. Su partida causó problemas en la relación con su mujer. Analizándolo con detenimiento, ese momento hacía más de media década había sembrado la semilla del desastre. Su propio hijo, sin quererlo, le había arruinado la vida. Y ni siquiera sabía si el susodicho seguía respirando.

Y era hora de hacer algo. Encontrarlo podría reparar parte de la relación con su ex esposa. Brindarle felicidad. Estaba dispuesto a perdonar a cambio de acabar con ese infierno emocional. Deprimido, estresado, viejo... necesitaba un descanso de todo eso.

No tenía idea de dónde empezar a buscar. Su hijo jamás había despreciado la magia, solo quería dedicarse a algo diferente a la nigromancia. Pensaba en el hecho de que debía tener algo de odio para escapar de la casa de sus padres. Quería hacer su propio camino... y él no lo había dejado. Una buena razón para odiarle.

Por un rato evaluó la teoría. El odio lleva a la iluminación, principalmente aquella de la vía pública. La salida más fácil de la calle para un adolescente de aquellas características era la magia de luz.

Una vez pudo recordar dónde quedaba la Escuela De Supremos Amos De Las Artes Taumaturgicolumínicas, palpó sus bolsillos. No tenía las llaves del auto encima. En el pasado, eso no le habría presentado problema. En el jardín, un caballo enterrado aguardaba ese tipo de situaciones. Siempre se sabe cuando necesitas un caballo, ya sea para movilizarte o para patear indeseables.

Contempló el panorama. Trató de recordar dónde era posible que hubiera dejado a las escurridizas. No lo haría, ya que las llaves blanden su propio tipo de magia. Son capaces de distorsionar la memoria de sus usuarios, causando ser olvidadas en lugares insólitos. Una llave no tiene mente, pero sí instinto. Entre sus moléculas de metal, el mensaje de que debe esconderse se esparce cual si fuera un cáncer. Dicen las malas lenguas que ningún mago fue capaz de descubrir qué desata tal reacción. En realidad, varios lo descubrieron, solo que se les olvidó anotarlo antes de entrar en contacto con las llaves.

Luego de tropezarse con una botella vacía y quedar a un par de rápidas manos de romperse la nariz contra el suelo, pudo verlas debajo de una mesa cercana. Cómo habían llegado allí era otro de los misterios que el universo se llevaría a su muerte térmica.

Poniéndose de pie y quejándose por lo desgraciado que era, desvió su mirada hacia las escaleras de caracol. Era tiempo de visitar a el más brillante de los grupos de odio. O al menos parecía serlo, ya que todos los listillos que señalaban el curioso adelanto de los relojes terminaban en un manicomio... de ser afortunados. En una fosa común de vivir en uno de esos lugares donde la zona horaria es UTC+/-LoQueDigaElEstado

La obligada felicidad del nigromanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora