Huevos. Se rompen en un ciclo diario a lo largo de todo el mundo. Hembras, crías y machos rivales, todos complotan en una ruidosa y oculta complicidad para romper los del individuo masculino de turno. También hay serpientes engullendo los de presas desafortunadas, y estudiantes usándolos de sombreros obligatorios para sus compañeros. Cada día, miles se rompen con fines poco beneficiosos.
Algunos, los que sobreviven a la difícil y excitante vida de un huevo, dan paso a una eclosión. Un nacimiento, la envidia de todas las invocaciones. O, al menos, de las regulares.
Este huevo jamás había sido puesto. Carecía de la experiencia de haber pasado por la cloaca de su madre. Madre... curioso que tampoco tuviera una.
Tal vez huevo no defina por completo la naturaleza de este objeto. Crisálida de nacimiento, ese sería más adecuado. Entretejido con un material que no existía, un ente se consumía en su propio odio, en su solitaria prisión de discutible grosor. No veía nada, ya que no tenía nada para ver. El mundo estaba a una distancia segura. Aislado, protegido por la barrera que su padre le había impuesto. Poseía garras. Y manos. Y tentáculos. Y colas. Y ojos. Y dientes. Y una lengua bífida. Y al intentar usarlos, los perdía, disolviéndose en la negrura que lo rodeaba.
¿Cómo salir? ¿Cómo ser algo más que un líquido amorfo en un recipiente?
No sabía.
Solo sabía que quería ser el mejor manipulador de sombras. Tenía que serlo, porque de eso estaba hecho. Y que debía encontrar a su creador para eso.
El deseo lo quemaba, le hacía arder y gasificarse.
Y cuando descubrió cómo crear una púa sólida, golpeó con fuerza las paredes de su pequeño lugar en el mundo. Y escurrió todo su cuerpo por el pequeño agujero que había logrado crear.
La luz de las estrellas y la reflejada por la luna le causaba cierto malestar. Ignorando las nuevas sensaciones, logró juntarse en algo similar al cuerpo de una babosa. Desarrolló ojos estables, negros como piedras de ónice, y pudo percatarse de que la superficie de su incubadora parecía haber sido tejida.
Extendió una apéndice a medio camino entre lo formado y un escupitajo de alquitrán, y la tocó. Con lentitud, el ovillo de tinieblera empezaba a derrumbarse. Había cumplido la función que nadie jamás le había asignado, y ahora solo era una cáscara vacía.
El ente, que por situaciones de la cotidianidad y el hecho de que a los recién nacidos les mola dar vuelta las palabras decidió nombrarse a sí mismo Arelbeinit, portaba cierto ego. Si un ser en el universo importaba, era él. O ella. O ellos. O ellas. Los pronombres le causaban problemas de identidad. La capacidad de autodefinirse no abundaba en el mundo de las sombras. En su estado natural, tomaban la forma de lo que las proyectaba. Eran un caballo y un árbol y una flor y una montaña. Y cuando caía la noche, eran medio mundo.
Y ahora...
Ahora era libre. Para su angustia, era libre. Las cadenas de su existencia previa se habían desvanecido y el lugar que ocupaban estaba descubierto, expuesto a la cruel realidad.
Pero no quería volver a la esclavitud de la forma. No iba a cortarse las alas que había conseguido por mérito propio. Iniciar como un poco de tinieblera deshilachada y disover el resto de esta con un esfuerzo constante no era nada fácil. en especial cuando uno empeiza a hacerlo sin siquiera existir.
Sinar, al escuchar ruidos en la terraza, subió y se encontró a su creación descansando, intentando mantenerse en, nunca mejor dicho, forma.
EL joven sacó su celular y pensó en llamar al gremio de manipuladores de sombras. Lo que hubiera pasado dentro del ovillo que , en ese momento, estaba fragmentándose en trozos más y más pequeños , era meritorio de investigarse.
—Ayudémonos —comunicó por via escrita la cosa, extendiendo las sombras de su cuerpo sobre las baldosas.
Sinar quería una marioneta de tinieblera para sembrar un poco de terror y obtener el beneficio de empujar a la gente a sus límites. Un experimento social por el bien de la magia. Mas esto se encontraba vivo. No estaba bajo su control.
—No hago tratos con mi material de trabajo.
—Podría controlar las emociones de la gente.
Al leer esas palabras, Sinar levantó una ceja. ¿Sabía una sombra mentir?
—Percibo tu interés, creador. te demostraré de lo que soy capaz.
Se recogió y saltó al tejado del vecino. Sinar no iba a detenerlo. Estaba al tanto de que lo peor que un experimento de esa naturaleza podía causar era el fin del mundo tal cual lo conocía. Es decir, no se perdería nada de valor. Si solo los manipuladores de sombras podían defenderse de la cosa, era beneficioso. Un nuevo orden mundial donde ellos estaban en la cima de la pirámide taumatúrgica.
Vio luces. Escuchó chillidos. Y golpes. Y , entonces, silencio. Dos o tres minutos de silencio.
Entonces, su vecino salió a la calle, y miró exactamente en su dirección. Líneas oscuras parecidas a raíces plagaban su piel descubierta.
Creando una escalera de luz, el mago subió hasta donde se encontraba Sinar.Habló con su voz habitual.
—¿Lo ve, creador? La gente es fácil de controlar. Es solo sincronizar mi cuerpo con las sombras que hay dentro.
Sinar sonrió con malicia. Ver al mago en ese estado era casi orgásmico.
—¿Obedecerás mis órdenes?
—¿Qué es una sombra sino un mensaje, y qué es un mensaje sino una orden? Soy tu deseo, soy tus ordenes.
Se inclinó ante Sinar, que estaba a medio camino entre la incredulidad y la risa. Se había ganado algún tipo de lotería.
—Perfecto.
ESTÁS LEYENDO
La obligada felicidad del nigromante
FantezieLa magia es una damisela caprichosa. Si se la quiere usar para levantar un muerto, esta solo obedecerá a una persona feliz. Ese simple hecho lleva a Jeuff, un nigromante de clase media, a preocuparse ante la depresión de su maestro, causada por un c...