De hombres y finales

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Cada persona tiene una sola razón para luchar. Para algunos es la patria, para otros la libertad. Hay quienes se sacrifican por la familia, y aquellos que lo hacen por poder.

Mientras la espada penetraba el supuesto cráneo de la bestia y sus nuevas alas sombrías se esforzaban por mantenerlo en posición, Sinar gritaba de cólera.

—¿Por qué no mueres?

—Nanohebras autoregenerativas, creador.

Jeuff sabía que esto era una obvia referencia a un videojuego, pero decidió ignorarla. Le añadía drama a la batalla. Como los zombis eran inútiles contra semejante mole, había mandado a varios a comprar víveres. Entre ellos, pochoclos. Eran esenciales.

Sinar continuaba dando estocadas. Arebeinit no se movía. La noche era larga, y el día solo una molestia efímera. Porque si bien dicen que siempre sale el sol, la verdad es que, en el final, solo oscuridad quedará celebrando la muerte térmica del universo. El sol iba a volver a salir muchísimas veces, pero Arelbeinit iba a ganar la batalla del mismo modo que pensaba vencer a Sinar: esperando y siendo.

Sinar aterrizó, y sus alas cayeron al suelo, demacradas. Estaba cansado. Cansado de dar estocadas inútiles, cansado de que la sombra más dura que podía crear no sirviera contra la magia regenerativa de la que su creación gozaba. Cansado de fallarle a su única razón.

Pero no se iba a rendir. No podía, del mismo modo que un nigromante no conocía las lágrimas o un curandero la paz mental.

—Sabes que pelearé hasta morir —le advirtió con una sonrisa.

Dosbocas aprovechaba los alimentos a base de maíz que los muertos vivientes le traían a Jeuff. El conflicto estaba interesante, tanto que no discutían.

—¡Jasdu! —Se escuchó una voz en la distancia.

Sinar enfundó nuevamente la espada y chasqueó los dedos, rodeándose con un domo de negrura. Si tenía suerte, Grasnel pensaría que la bestia lo había devorado.

El maestro nigromante montaba un avestruz con gigantismo. De esos animales que solo se conservan como medio de transporte una vez muertos.

Jeuff quedó boquiabierto. Su maestro había recobrado la felicidad. O descubierto un reemplazo de esta.

—Creador del creador.

Arelbeinit movió , finalmente, una de sus extremidades. Fue para saludar a Grasnel.

Raudo como adolescente huyendo de la responsabilidad de un embarazo, Jeuff se interpuso en el camino de su maestro.

—¿Su esposa volvió con usted? —inquirió emocionado, casi olvidando que Sinar estaba luchando contra un enemigo que no podía manejar.

—No. Encontré algo más valioso que ella. Y solo puedo recuperarlo con una sonrisa en la cara.

—¿Oro en una mina abandonada?

—Algo más valioso

Jeuff miró a las estrellas. Qué bonitas, brillaban como cierto alótropo del carbono.

—¿Diamantes?

—¡No! Eras un alumno brillante , Jeuff, ¿cuál es tu problema?

Jeuff bajó la mirada, avergonzado.

—Lleno el vacío en mi vida siendo una sabandija materialista

El maestro desmontó y le dio un fuerte abrazo. El ex alumno respondió en seguida.

—Uno tarda en ver por qué la nuestra es de las peores profesiones. Pero, ahora, Jeuff, necesito que hables con mi hijo. Es tu amigo, al que llamas Sinar. Dile que no le guardo rencor, y que salga de su... huevo.

La obligada felicidad del nigromanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora