El maestro.

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Ese domingo , Jeuff decidió dirigirse a un lugar que no había visitado en mucho tiempo. Llevaba dos apestosos zombis de guardaespaldas. Siempre los guardaba en el patio trasero, y le eran útiles cuando quería tener seguridad en las calles. Había pensado conservarlos en un armario, ya que es saber popular que de ese modo se conservan mejor. Pero prefería obligarlos a cavar sus propias tumbas cada vez que los usaba. Le empapaba en un sentimiento de poder y autoridad que no se gana amontonándolos dentro de un mueble.

Miraba a los lados del camino. Tumbas con y sin nombres. Oh, cuantas almas olvidadas y perdidas. Oh, qué gran desperdicio de recursos necrománticos

Luego de unos cien metros, llegó a la morada de su maestro. La necromancia era generacional en aquella familia. El tipo era hijo de nigromantes cuyos padres también practicaban la misma disciplina. Las tumbas eran todas de familiares y mascotas. Variedad de mascotas. Nunca se sabe cuándo necesitaras un jerbo y cuándo un rottweiler.

La casa era... críptica. Gritaba "esta familia es feliz" de la peor manera imaginable. La puerta tenia modelos de cráneos agónicos tallados en ella. La única razón para pensar que allí no vivían practicantes de las artes cadavéricas era admitir que, a veces, los metaleros se pasan un poco con la decoración.

Hizo sonar el cencerro que había junto a un micrófono amurado, y funcionaba a modo de timbre. La campana había, antaño, pertenecido a una vaca. Nunca se sabe cuándo necesitarás una vaca.

Se aclaró la garganta y habló junto al micrófono.

—Maestro, necesito hablar con usted, soy Jeuff, su alumno preferido.

Con la esperanza de que hubiera escuchado, se cruzó de brazos y dirigió la mirada a su reloj. Incluso deprimido, incluso sin ganas de vivir, Jeuff sabía lo que causaba en su maestro. Así que esperó un par de minutos.

Un hombre cuarentón abrió la macabra puerta de golpe. Tenía los ojos irritados de tanto llorar, y estaba soltándole una serie de insultos a Jeuff por lo bajo. Eso no había cambiado con su depresión.

—¿Qué carajo se te ofrece, muchachito exasperante?

Con una sonrisa amplia y sincera, que era el mejor modo de mostrar respeto a su maestro, Jeuff abrazó al viejo.

Este lo apartó de inmediato.

—No quiero tu felicidad. Tuve la mía y dejé que una mujer me la arrebatara.Si viniste a intentar consolarme, puedes volver por donde viniste y asegurarte de olvidar cómo llegar hasta mi puta puerta.

—Lo siento, maestro. Un amigo me hizo una propuesta que dudo deba aceptar.

—¿Es algo ilegal?

—Nunca se ha prohibido.

El hombre taciturno se volteó y , con la mano derecha, le hizo señales a su ex alumno para que lo siguiera.

Por lúgubres escaleras de caracol el veinteañero y sus guardaespaldas siguieron al dueño de casa. Su hogar estaba construido casi por completo debajo de la tierra, y lo que se veía por encima era solo una pequeña fracción del edificio.

La luz era tenue en todos lados. Eso era mala señal. Los nigromantes suelen mantener sus salas de estar bien iluminadas, de modo que coincidan con su estado de ánimo. En cambio, ese lugar coincidía bastante con el ambiente del exterior. Presenciar tal escena ponía nervioso a Jeuff. Conocía la empatía. Su maestro le había dicho que el secreto para ser un nigromante exitoso era agarrar a esa perra, darle tres tiros y encomendar al traicionero mar el cadáver.

En las vetustas estanterías, en las cuencas del esqueleto de elefante (nunca se sabe cuándo necesitaras un elefante), en las mesas, en el suelo, las botellas de licor habían formado un imperio próspero. Uno podía observar la escena media hora y jurar que daban señales de haber empezado a comerciar y a propinarse puñaladas por la espalda.

—¿Está tratando de descubrir si alguna magia está ligada al alcoholismo, maestro? —preguntó para romper el denso e inaguantable silencio.

—Tengo la teoría de que uno puede obligarse a olvidar sucesos pasados si mata suficientes neuronas. No sé si es magia, pero que funciona, funciona.

—En fin. Quería hablarle de este dilema, maestro. Usted conoce a Sinar, creo.

—Si lo conocía, ya lo olvidé. Ve al grano, imbécil.

Jeuff escondió las manos en los bolsillos. Estaba nervioso. Más que nunca.

Y se animó a mirar a su maestro a los ojos. Y decidió que no podía decirle. No tenía sentido, ya que iba a hacerlo. Iba a ayudar a Sinar. ¿Qué clase de hombre no lo haría en su situación?

—Lo siento, maestro, pero no tengo el valor para expresarle mi inquietud.

—Vienes a molestarme para nada... siempre fuiste decepcionante como persona. Deberías haber estudiado piromancia.

—Solo quería ver como estaba usted...—mintió, bajando la mirada.

—Fuera de mi casa. Ya.

Y raudo como gallo que llega tarde a la gresca ascendió las escaleras de caracol.


La obligada felicidad del nigromanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora