El señor oscuro

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Sinar y Jeuff discutían cómo experimentar el vértigo de un modo seguro y económico. Dosbocas, la criatura, jugaba con Talassa en el patio del manipulador de sombras.

Sopesaba las opciones que tenía en su poder. Las largas garras de sus patas delanteras, entrecruzadas, le daban un aspecto pensativo.

¿Qué mover ahora?

Podía ir a la ofensiva con una de las reinas. Era el problema de todo jugador de ajedrez de harem, a cuál reina mover. Otra opción era continuar inhabilitándolas para producir bebés, que luego de unos turnos maduraban en peones.

Talassa era despiadada con su estrategia. Sus yeguas se movían a los lugares correctos. Flanqueaban a los bastardos de Dosbocas. Pero ser despiadado no basta para ganar una guerra, y menos aún un juego de ajedrez.

—Dejaste una —dijo Izquierda

—Apertura obvia —completó Derecha.

Talassa abrió los ojos por completo al observar cómo una de las reinas enemigas tenía el camino libre para poner a prueba la fidelidad racial de su rey.

Viéndose en jaque, la curandera dio un manotazo al tablero, volteándolo.

Dosbocas era la prueba viviente de que dos cabezas piensan mejor que una centrada en rabiar todo el rato.

—Y así nos granjeamos otra victoria —se regocijaba Izquierda.

—Nos me suena a pareja. Las jugadas ganadoras son mérito mío y solo mío —protestó Derecha.

—Todo lo que hagas es también mi mérito. Tenemos un solo cuerpo. Unidos nacimos, unidos seguiremos, camarada.

—¿Y dónde queda la meritocracia? ¿La individualidad? —gruñó Derecha.

—Esos son conceptos fascistas que el capitalismo te implantó. Atentan contra el bienestar de la mayoría e impiden la verdadera igualdad.

Llevaban solo horas existiendo y ya se habían contaminado con un obvio sesgo político. Talassa se preguntó si era posible mantener puro a un ser inteligente.

El universo contuvo un "no" tan violento que, de ser liberado, hubiera desgarrado el espacio.

Dentro de la casa el manipulador y el nigromante habían llegado a un acuerdo. Sinar lo festejaba envistiéndose en una armadura etérea y tan negra que dejaba en vergüenza a la noche. La luz tenue la derruía, dejando escapar un humo oscuro e inodoro. Daba la impresión de que, de salir, los rayos del sol dominguero caerían como acido sobre ella y dejarían una burbujeante y asquerosa amalgama gris en el suelo.

—Así que... me obligaras a subirme a una montaña rusa —dijo Jeuff.

Sentado en un imponente trono de tinieblas retorcidas y agónicas, Sinar asintió con lentitud. Estaba montando el teatro porque Jeuff se había burlado de él diciéndole "señor de las sombras". Si iba a tener apodo de villano de fantasía barata, lo mejor era tomar la apariencia de uno.

—¿Y si me niego qué?

Con un movimiento que amenazaba con no existir, levantó el pulgar y , de a poco, fue girando el puño.

—¿Tienes que ser así de dramático?

Volvió a asentir en silencio, lo que cuando se usa un casco con tantos cuernos no disminuye para nada el dramatismo ambiental.

—Está bien, me subiré a la montaña rusa.

Sinar se incorporó y, con un dedo acusador, señaló a su amigo .

—¡Te condeno a la licuadora de entrañas, mortal!

—¿Cuándo dejaras el papel de señor oscuro?

—Reinaré hasta que el mundo se consuma en las mismísimas tinieblas del caos.

Conclusión del caso: perdido.

El parque de diversiones se alzaba ante ellos, con el manipulador aún en su armadura de sombras, que le costaba mantener al estar expuesto al sol. El humo que esta desprendía inducía a pensar que , en su interior, Sinar estaba a unas pocas papas de quedar delicioso.

—Demando, siervo del terrateniente de estos parajes, dos salvoconductos por los que pagaré en efectivo con moneda local —pidió al vendedor de entradas con la voz más gruesa que pudo articular.

El hombre, por la hendidura de su vidrio protector, recibió el cambio exacto y les alcanzó un par de boletos sin cruzar palabra. No estaba de humor para más locos ese día.

—Gracias, perdona a mi amigo.

—¡Hablarás cuando yo te lo ordene, condenado!

Tomó a Sinar del guante y lo arrastró hasta la cola de entrada. Eso era lo que ocurría cuando a alguien tan joven le propinabas talento. Se hundían en él y dejaban los juegos para más tarde. Dos años ya llevaba aguantándolo a él y sus chiquilinadas. Y el manipulador no tenía pinta de cansarse pronto de ellas.

—¡Esta insolencia te saldrá muy cara, mortal!

—Cállate.

En increíble silencio esperaron a que llegara su turno de ingresar.

Los colores alegres, la gente amontonada en las atracciones y los gritos estaban poniendo de los nervios a Sinar. No le agradaban tales escenarios, prefería la soledad de su cuarto a la monótona locura del mundo.

Su armadura de sombras se veía cada vez más desgastada. Por momentos, podían apreciarse agujeros en algunas partes de esta, agujeros que su portador se apresuraba a rellenar. por fortuna, el sol estaba siendo cubierto por las nubes.

—Jeuff, dejémonos de pasear y vamos directo a la montaña rusa. Me quiero marchar de este lugar.

—¿Te da miedo la montaña rusa, maricón?

—Duermo en la misma cama que Talassa. Eso requiere mucho más valor que subirse a un juego mecánico.

Vislumbrando la cola para el juego al que deseaban subirse, Jeuff decidió improvisar una charla para pasar el rato.

—¿Cómo la conociste?

—Casi me mato investigando si podía volar con alas hechas de sombra. Por suerte, cuando fallaron caí en su casa y me salvó la vida... para luego sacarme a patadas y amenazarme con un destino peor que la muerte si no le pagaba la ventana rota.

—¿Qué le contaran a sus hijos, si es que llegan a tenerlos? —preguntó Jeuff, rascándose la cabeza.

—Oh, eso está arreglado. No preguntarán. Talassa se encargará de que no pregunten.

—¿No crees que será un poco extremo?

Sinar se encogió de hombros. Si sus hijos heredaban la mitad de su inteligencia, no iban a necesitar demasiado de una figura paterna. Aunque la posibilidad de adoctrinar a unos cuantos de sus futuros descendientes le dibujaba una sonrisa en los labios.

Jeuff sintió una gota caerle en la mano. Y luego una en la cara...

—¡Me cago en la puta, ya pagué la entrada y no hay reembolso por mal tiempo!

—Vamos a tu casa, Sinar. Seguro puedes fabricarnos un paraguas de sombras.

—La armadura ya es impermeable. —Posó su negro guante sobre el hombro de su amigo —. Nos vemos mañana.

Desde los recovecos del parque las sombras fluyeron hasta quedar como una masa amorfa delante de Sinar, que con rapidez le otorgó forma de caballo.

Con destreza montó a su creación, y de la negrura que era la crin del animal sacó una espada ónice, la cual alzó apuntando al frente.

—¡Te comando a llevarme a mis gloriosos aposentos, creación!

Jeuff se quedó allí, parado bajo la lluvia, viendo a su amigo alejarse con presura. Podía ser el hombre más feliz en el mundo, pero no por le eso le hacía gracia que el cielo le meara encima.


La obligada felicidad del nigromanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora