El invocador

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El invocador era un tipo con pocas pulgas, mas no pocas mascotas. Su morada era biótica en muchos aspectos. Las sillas se la pasaban durmiendo casi todo el día. La mesita de luz caminaba con lentitud por toda la casa, alimentándose de potes de crema, llaves, documentos y otros objetos variados. Encogiéndose contra la pared en el cuarto más oscuro del hogar, el armario custodiaba con celosía sus contenidos. Y el hombre, padre de todas aquellas aberraciones, se encontraba jugando con el pequeño tope de la puerta del baño, su última adición.

El tope era una criatura tímida, con seis pequeñas y erráticas patitas. Si bien su rígida cubierta quitinosa parecía augurar un comportamiento apático y temeroso digno de un insecto, su amo lo había creado para ser una criatura responsable y amistosa.

Los trastes sin lavar se acumulaban en la recámara del lavaplatos, que con paciencia se arrastraba de un lado a otro de la cocina. Tenía tareas pendientes, pero podía realizarlas más tarde. Había aprendido el arte de procrastinar del invocador.

El nombre del sujeto en cuestión... puede dejarse para más tarde.

Estaba al tanto de la situación de Sinar. El pacto estaba hecho, y en algún momento, más tarde, debía salir de la casa. Mal no le venía el dinero.

Buscó en su cabeza el recuerdo de algo más urgente. Lo que fuera. Escapar a la responsabilidad otra hora era imperativo. Incluso otros diez minutos le servían.

Se levantó de su silla preferida. Esta tenía suave pelo marrón y solo despertaba una vez a la semana, para mover sus duras patas y no olvidar que estaba viva. Una vida casi envidiable.

Seguro de llevar consigo todo lo necesario para realizar una invocación (véase: falta de ganas) salió por la puerta aún vistiendo su pijama. La necesidad de estar presentable no se le había presentado en un buen rato, y estaba muy avergonzada como para hacerlo en ese momento.

Las mágicas y etéreas bochas de luz que iluminaban las calles por la noche nunca le habían agradado. Él prefería las lámparas, que, a pesar de que le costaban más al estado que contratar un mago de luz por par de cuadras y podían fallar, no implicaban tener a las calles llenas de aquellas bolsas de odio que creaban y controlaban las esferas.

Un rasgo inusual era que prefería la caminata a otros medios de transporte. Aunque, si se lo veía desde otro ángulo, al tomarse más tiempo para llegar a destino, el viaje era, en sí mismo, un acto de procrastinación.

Miró al cielo. Las nubes escondían a las estrellas, y, en dirección al centro de la ciudad, los edificios cada vez más altos las confinaban. Si la arquitectura fuera magia, pensaba, se requeriría una cantidad inhumana de desprecio por el cielo para poder llevarla a cabo.

Al otro lado de la acera vio a un telépata conocido sonriendo. Un escalofrío ascendió con pereza por su espalda. La única explicación era que estaba leyendo la mente de alguien, y regocijándose del morbo que eso le daba. Él se consideraba alguien.

Así que se desvió de su ruta para cruzar e intercambiar palabras con el sujeto.

Pensó un saludo, y el telépata no respondió. Imaginó insultos que tampoco surtieron efecto. Una desgracia tener que usar las cuerdas vocales en esa situación.

—Hola.

—Oh, tú. Hermosa noche. Lo siento, estaba abstraído.

—¿En la mente de quién?

El viejo conocido lo miró con brillo en los ojos. No eran ojos coincidentes con su disciplina.

—En la mía. Ya no puedo practicar la telepatía. El mundo está callado, en paz. Es hermoso.

El invocador, impresionado, dio rienda suelta a su curiosidad.

—Supongo que ya no te odias.

—Tengo una mujer que me ama en casa. Perdí mi trabajo, sí, es verdad ¿Y qué? ando contemplando las posibilidades de estudiar otra disciplina. Y , no, no miento, no puedo leer tu mente, pero en mis años he aprendido a predecir pensamientos. Luego de ver doscientas cabezas, es fácil saber cómo funciona el próximo millón —dijo de corrido, sin dejar de sonreír con autenticidad. Era bello deber esperar la respuesta oral de la gente, pudiendo solo teorizar el proceso de pensamiento que lleva a pronunciar ciertas palabras.

El invocador miró al suelo, y luego al cielo. Cuantos magos metiendo la pata e incapacitándose para desarrollar una actividad. La invocación era fácil, comparada con otras. No concebía un modo de alcanzar la verdadera pasión requerida por los necromanipuladores, capaces de extraer energía de los muertos y usarla como arma. O el nivel de desagradecimiento de quienes practicaban la telequinesis. Y aquellos que lo lograban, con esfuerzo y una vida de dedicación, hastiados tal vez o incapaces de continuar, lo tiraban todo por la borda. Nigromantes encomendándose a la tristeza, piromantes que abrazaban al valor, y ahora un telépata que se quería. Que no buscaba escapar de su horrible mente para vivir en otras. Locuras, locuras de manual. Idiotas, idiotas de catálogo.

Levantó su mano derecha para dar un saludo vago, se excusó con que debía apurarse a pesar de no quererlo, y continuó su camino.

La obligada felicidad del nigromanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora