Tinieblera

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En la azotea de su casa y en el medio de la noche, Sinar construía una pesadilla. Se había dado cuenta que el vértigo y las emociones normales, de ser la fuente del poder que buscaba, ya hubieran sido descubiertas y prohibidas. Si un experimento se repite millones de veces, es probable que ya se conozcan todos los posibles resultados

Necesitaba una cantidad desmesurada de sombras para sintetizar la forma más estable de Tinieblera, un compuesto físico que había diseñado. Era un isómero , por así decirse, de las sombras normales. Era resistente, era durable. Y la luz natural no lo dañaba.

Hilaba oscuridad cual una araña lo hace con su tela, y los manojos de esta se solidificaban en superficies irregulares. Cualquier aficionado a la cría de peces hubiera jurado que la Tinieblera se trataba de una masa de tubifex muertos y cubiertos de pintura negra.

Talassa observaba a las sombras de dentro de la casa retroceder. Por curiosidad, se había puesto a leer uno de los libros de su novio. Sinar no lo tocaba hace años, ya que era un manual de introducción a su disciplina. Y, sin embargo, algunos conceptos le parecían crípticos a Talassa. Lo nacido de la ira difería en demasía con aquello surgido de la autosuperación. Irónico en cierto modo, ya que los curanderos le eran de mayor utilidad a la sociedad.

Lo que leía le ponía los pelos de punta, en cierto modo. La manipulación de sombras exudaba impersonalidad. Quien estudiaba la disciplina memorizaba sin esfuerzo lo siguiente: a nivel universal, nunca serás relevante. Pero si quieres mejorar , parte de la mismísima fábrica de la realidad te obedecerá. La ambición no te dará esa relevancia, mas sí las herramientas para cagarte un poco en la injusta existencia. Si vas a ser un microorganismo en el plan universal, más te vale poder pasar por arma biológica.

No hace falta aclarar que era una filosofía confusa. Se puede explicar como el egocentrismo mezclado con una dosis sana de nihilismo. Nadie importa, pero yo estoy más cerca de importar que el resto.

Talassa cerró el libro e, iracunda, lo lanzó contra la pared. Ningún tomo vetusto iba a decirle que era insignificante. Demasiado tenía con escuchar a Sinar luego de un par de copas.

Escuchó el timbre y lo dejó sonar. No pensaba atender a quién fuera.

—¡Sinar, ya llegué, abre la puerta, homosexual reprimido! —gritaba con entusiasmo Jeuff.

—Talassa, has pasar al mono —imperó Sinar, sin dejar un solo segundo de concentrarse en su trabajo. Por suerte, su novia estaba cerca de las escaleras que llevaban a la azotea

La curandera bufó y cruzó el sinuoso pasillo hasta llegar a la puerta. La abrió de sopetón, y, sin mediar palabra, señaló hacia arriba. Su cara lo decía todo. Y todo significaba que , de no apurarse, Jeuff terminaría con los huesos más maltrechos que la democracia oriental.

Veloz cual gato huyendo de orientales Jeuff encontró el camino a la terraza. Sinar estaba esperándolo, acomodado en un sillón de precio elevado.

Cómo, por qué y sobre todo, cuándo prohibirían tal expresión de mal gusto. Esas eran las preguntas que se hacía el levanta muertos. Claro, sin incluir ¿Qué es esa cosa negra de ahí?

—¿Te gusta? acabo de crear este material luego de horas y horas de cálculos. Lo llamo Tinieblera.

—Tiene forma de... ovillo. ¿Solo para esto me llamaste?. —Jeuff no estaba sonriendo. Tampoco estaba triste, no podía estarlo. Pero la frustración la tenía permitida, en dosis sanas.

Sinar señaló su obra. Si se escrutaba con atención, se podía jurar que estaba casi respirando.

Incomodado, Jeuff desvió su mirada hacia la luna. Tan blanca, tan pura. Tan políticamente incorrecta. Recordaba que la habían acusado de ser un símbolo racista cuando él era un niño. Los activistas rápidamente aprendieron que, a diferencia de muchos dioses, la luna si existía, y por lo tanto sus veneradores locos tenían un grueso velo de seguridad suicida a la hora de defender al satélite.

—Endimión, Selene, dejad las miradas románticas para luego —bromeó Sinar al ver a su amigo empanado con la luna.

—Prefiero a Perséfone, es más mi tipo de mujer.

Sinar llevó dos de sus dedos a su mejilla, debía pensar una respuesta apropiada.

—Puede que mandes a los muertos, pero Hades no era virgen.

Jeuff estalló en carcajadas. Tratar de molestar a un nigromante con su voto de celibato, eso sí era algo que ni los dioses intentarían. Todo practicante de aquella magia tenía muy claro que el romance y todo lo que este traía no era algo que le incumbiera.

De reojo volvió a mirar el ovillo de sombras. Casi podía jurar que su patrón había cambiado, que sus fibras se estaban reorganizando. Casi se movía, casi le saltaba a la cara y casi le dejaba un extraterrestre en el esófago. Casi debía custodiarlo para asegurarte de que permanecía muerto, inerte.

Sinar ignoraba, al parecer, todo eso.

—Sinar, ¿tu invento no debería ser esférico?

—Oh... no, parece tender a achatarse en los polos. Pero seguro algunos dirán que es plano.

—Y eso no te preocupa, debería ser una simple pelota.

Sinar bufó. Tenía que explicarle a ese palurdo que por más serviles que fueran las sombras, debían obedecer, así fuera en una mínima parte, su naturaleza. Es deber de la sombra parecerse a el objeto que la proyecta, y él estaba hilando tinieblas de los alrededores, penumbras del mundo.

Sinarse preguntaba ¿Comprendería Jeuff un concepto tan simple? No, lo más probableera que no. Hubiera elegido otra disciplina mágica de ser un hombre astuto.Reanimar cadáveres es restrictivo, te obliga a ser un pesimista asqueroso. Unavida sin tristeza ni dolor, concebía Sinar, era una vida artificial, unamera... sombra de la realidad. Apreciaba a su amigo, pero la nigromancia no leagradaba. Tenía más razones para despreciar tal disciplina. Eso sí, estasúltimas eran menores.    

La obligada felicidad del nigromanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora