Sinar y Jeuff, protegidos por dos muertos vivientes, sentados en el cordón de la vereda, aguardaban al invocador. Hablaban de asuntos de suma importancia.
—No vas a negarme que Talassa tiene un culo de ensueño.
—No discuto eso, te planteo lo siguiente: ¿Vale ese culo los huesos rotos?
—Por sí solo tal vez se quede corto, pero debes considerar los pechos en la ecuación.
—Estás loco, ni las tiene tan grandes. Por lo que vi, no debe ni llegar a copa D.
—No entiendes nada de pechos. No es solo el tamaño. Es la forma, la posición, la firmeza. Es una serie de factores los que conforman una buena teta. Y no hablemos de los buenos pares, donde la simetría entra en juego —decía entre tanto ayudaba a la explicación con las manos.
—¿Ahora resulta que necesito un título para hablar del tema? —preguntó Jeuff con un tono burlón.
—Si existiera, sería maestro mamólogo.
Sinar se preguntó si el amor por las glándulas mamarias estaba ligado a alguna magia. Concluyó, en pocos segundos, que los escotes en sí mismos eran la magia. Tanto magnetismo visual no podía ser natural.
Al voltear, el manipulador de sombras vio al invocador parado allí, con una ceja enarcada y mirándolos cual si fueran un par de locos. Los muertos vivientes seguían en su guardia, contemplando la nada, moviéndose cada tanto para ahuyentar a las moscas.
—Cuando quieran, puedo invocarles su pedido.
Jeuff se incorporó, se sacudió la retaguardia e invitó al invocador a entrar a su nada humilde hogar. Lo llevó al sofá, y mientras Sinar continuaba sentado en la vereda(esperando que la iluminación mamológica le llegara), le explicó con lujo de detalle lo que necesitaban lograr.
Una promesa de suavidad. Un juramento de nula aspereza. Un mar diminuto y mullido, con todo el amor que el mundo les debía en cada hebra de cabello. Un cachorro que amalgamara lo anterior, eso era lo que requerían invocar.
El invocador se arremangó. Iba a ser una experiencia desagradable. Había reglas. Para traer una criatura al mundo, él debía realizar un esfuerzo proporcional a su complejidad. Las más enrevesadas se niegan a abandonar los recovecos de la mente, y hay que jalarlas para que salgan. Y él no disponía de perchas para ayudarle a sacarlas de dónde querían estar.
En el tiempo y el espacio, un portal del tamaño de un torso humano se abrió frente al invocador. Este miró en lo profundo. Más allá de las retorcidas fantasías sexuales frustradas y los arrepentimientos acumulados. Más allá del dolor, de los buenos y malos recuerdos. En lo profundo de su imaginación, dónde nacía el pedido.
Era blanco y sedoso. Por desgracia, allí acababan sus características tiernas. Tenía ojos saltones. Dientes disparejos y reptilianos en ambas cabezas. Un par de colas casi desprovistas de pelo, terminadas en pompas tan algodonosas que las imaginaciones más oscuras deseaban recogerlas.
Al ver la luz del mundo, chilló estremeciendo los corazones de imaginados y reales por igual. Era una criatura mansa como un árbol, y echaba raíces de igual manera. Jalando con manos imaginarias, el invocador intentaba traerla al mundo.
Sudaba. Le dolía la cabeza. Las garras decimétricas de la abominación se clavaban en su psiquis. Ella no quería existir. Se negaba a abandonar el reino de la mente. Era todo lo que conocía, y seguramente todo lo que anhelaría al salir.
Se llevó las manos a las sienes y su respiración comenzó a escucharse agitada. Esa creación le estaba trayendo demasiados problemas.
Tiró de ella con más fuerzas, casi desgarrando un recuerdo. La invocación se aferraba a lo que podía. Ideales, temores, aprendizajes. Intentaba hundir sus terroríficas zarpas en aquellas abstracciones; pero la protectora cubierta rígida que las recubría, hecha de disciplina y años de práctica (dejados para último momento), era impenetrable.
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La obligada felicidad del nigromante
FantasíaLa magia es una damisela caprichosa. Si se la quiere usar para levantar un muerto, esta solo obedecerá a una persona feliz. Ese simple hecho lleva a Jeuff, un nigromante de clase media, a preocuparse ante la depresión de su maestro, causada por un c...