Maestros y dragones.

50 10 20
                                    



Por el espejo retrovisor se podía ver a la ciudad alejándose. Las cosas aparecen más pequeñas en el espejo retrovisor, así que el maestro nigromante sabía que, desde que había salido y contrario a lo que pareciera, los gnomos no se habían revelado y tomado el lugar. Nunca sobra saber que tu hogar no está lleno de pequeños jardineros cabreados.

La ruta vacía se extendía en el infinito. A los lados, pastos cada vez más altos ocultaban criaturas de un salvajismo inenarrable. Cualquiera que se metiera entre las hierbas escucharía vacas agonizantes, caballos asmáticos y gemidos de parejitas con poco sentido común. Desde un punto de vista biológico, aparearse puede ser importante, pero evitar los mosquitos que se encuentran entre yuyos de un metro de altura debería ser la prioridad. Debería. Pensándolo bien, no es impresionante que muchos crean que la humanidad necesitó la ayuda de alienígenas para salir de las cuevas.

Con gradualidad las plantas se reducían en tamaño al lado derecho de la carretera. Una formación rocosa aparecía en el horizonte. No era una montaña, porque los accidentes geográficos suelen ser animales gregarios. No era un pedrusco descomunal, porque nada podría haberlo movido allí. Era... una morada. Y todos estaban al tanto de qué la había construido.

Ir allí, la mayoría concordaba, era suicidio. Suicidio para un hombre que no tenía nada más que perder. Suicidio para un hombre que se había reído en la cara de la muerte toda su vida. Suicidio para quién se regocijaba haciendo bailar a los muertos. Suicidio, un término sin peso alguno para quién comprendía que la muerte era parte esencial de estar vivo.

Al ver el distintivo camino de tierra que llevaba hasta aquella guarida estacionó en la abanquina y, sin apuro alguno, bajó del vehículo. El sol matutino , la brisa fresca... el mundo parecía feliz de ver a un maestro de la muerte encontrarse con un dragón.

El hombre no era estúpido. Ya no tenía a sus serviles putrefactos, pero aún podía hacer magia. Avanzaba succionando al vida del césped que lo rodeaba, condensándola en una esfera pequeña que sostenía en su mano izquierda. Era un mal augurio arremetiendo con paso firme hacia su desgracia.

El verde se tornaba marrón, el marrón decaía y se tornaba negro, y luego el proceso se repetía en la hoja más cercana. Por fortuna para él, el pasto no es tan vengativo como un arrozal.

La pelota crecía con lentitud, e intentaba deformarse. Era vida pura, a la cual no le agradan las formas perfectas. Siempre debe haber algo, una falla, una deformación.

Cada centímetro que recorría aumentaba la sensación de estar rodeado de... vibras. No podía identificar qué clase de ellas, pero le recordaban a su niñez. Ningún animal , ni siquiera los insectos, parecían estar a gusto con ellas. La entrada a aquel hogar monstruoso, construido a partir de manipular rocas con magia pura, espantaba hasta a los más bizarros. Tal vez la derruida bola de espejos colgada en el arco de piedra era lo que los mantenía alejados.

Dejó el sol atras, y, con la vida de los campos contenida en su mano, se adentró en un reino de incertidumbre y luces de colores.

Esqueletos de valientes guerreros yacían contra las paredes, decorados con camisas coloridas y pantalones anchos. El efecto en él era, en parte, tranquilizador. Estar rodeado de cadáveres le recordaba al hogar.

La bestia parecía no discriminar en victimas. Podían reconocerse esqueletos tanto de hombres como de mujeres. Se encontraban unos cuantos de niños, que algún bárbaro habría usado de mandobles baratos. O de ofrendas.

De pronto, escuchó una melodía venir desde uno de los sinuosos pasajes de roca. Luz roja, parecida a la de un incendio, iluminaba débilmente el camino principal de la falsa cueva.

La obligada felicidad del nigromanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora