Uno tras el otro, en una fila ordenada, los encapuchados se abrían paso entre la multitud que colmaba el parque central de la ciudad. Eran ignorados, casi imperceptibles para el ciudadano común.
A la cabeza del grupo se encontraba el hombre con más títulos que años, Sinar Deuan. Su traje entero estaba entretejido en puras sombras, tan resistentes que impedían puñaladas por la espalda con facilidad.
—Este año tiene la victoria asegurada en la competencia, señor supremo —dijo quien estaba inmediatamente detrás de él.
—No sé si tengo la victoria asegurada, pero tengo la derrota prohibida. Este año vamos a humillar a los magos de luz.
—Vas, nunca nos enseñaste a crear sombras resistentes a la luz —protestó el último de la fila.
El resto de los manipuladores de sombras desviaron su mirada hacia el irrespetuoso.
—Debe usted tratarme de un modo formal, correligionario —le recordó Sinar.
Alrededor de ellos tanto practicantes de las disciplinas mágicas como ciudadanos que no tenían idea de lo que implicaba un hechizo comían, bailaban, se robaban las decoraciones y realizaban demás actividades festivas. El fin del año era una celebración que nadie quería perderse.
En la otra punta del parque, parte del gremio de piromantes montaba guardia. Uno de sus miembros incluso llevaba un sombrero de papel aluminio.
—Mucha gente reunida, mucha gente...—murmuraba entre tics nerviosos.
No le prestaban atención, ya que estaban todos asustados, esperando que algo los atacara. Buenos piromantes, se podría decir.
En la barra un montón de telépatas bebían, ahogando sus infinitas penas. No les gustaba la fiesta, pero debían estar presentes por razones de tradición. No charlaban entre ellos, solo leían la psiquis del otro. Cada tanto, una pelea ocurría, a veces con cuchillos u otros objetos punzocortantes. La razón por lo general era que, cuando uno puede leer mentes, se arriesga a encontrarse con una fantasía sexual sobre su madre dentro de la cabeza ajena.
Alrededor de un árbol los miembros de la asociación de puteapastos permanecían silentes. La clase de personas que disfrutaba ver al césped crecer notaba algo extraño en aquél vegetal.
Un joven tomó su navaja y la clavó en el tronco de una limpia puñalada. El árbol pegó un chillido ensordecedor y sus frutos, similares a los del jacarandá, se abrieron para dejar a mil ojos observar a los magos.
—¡Caso cerrado, es una puta invocación!— dijo, encontrándose ya a una distancia segura.
El árbol alejó a los demás a base de golpes de rama. Uno de los puteapastos decidió que , a partir de ese día, buscaría la manera de destruir lignina mágicamente. Tendría sus usos, pensaba mientras yacía adolorido en el suelo. Empezar una pelea con un palo de escoba y terminarla con un látigo era un prospecto prometedor.
Una de las ramas rozó la mejilla de Sinar por accidente, causándole un pequeño corte. Sus seguidores empezaron a apartar a la gente de su alrededor.
Sereno, el líder de los manipuladores de sombras se acercó a la planta. Los frutos lo miraban con desdén.
—Creo que me debes una disculpa.
El árbol desoyó la petición, negándose con un vaivén de sus ramas.
—Me debes una disculpa. Págamela, o me la cobraré.
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La obligada felicidad del nigromante
FantasyLa magia es una damisela caprichosa. Si se la quiere usar para levantar un muerto, esta solo obedecerá a una persona feliz. Ese simple hecho lleva a Jeuff, un nigromante de clase media, a preocuparse ante la depresión de su maestro, causada por un c...