Dosbocas, habiendo escapado durante el conflicto, consiguió hacerse con una asiento en la mesa de cartas de un bar.
Las caras largas de los demás jugadores no intimidaban a la invocación. La mente de los hombres le resultaba un territorio conocido, y sus horrores ya no le asustaban. Aparte, los telépatas solo podían leer mentes humanas. No tenían la ventaja de poder conocer sus manos.
La criatura tenía un talento innato para esa clase de juego. Algo sobre pensar mejor que una sola cabeza.
Empezó la noche sin nada en su posesión, pidiendo prestado dinero a un tipo de malas pintas y ofreciendo sus bellas garras como garanti. No habían pasado tres horas que ya era el ser más rico de la mesa.
—Deberíamos repartir nuestras ganancias entre todos estos hombre de bien —dijo Izquierda. Sus contrincantes estaban perplejos.
—No, deberíamos invertir en la bolsa. Inyectar este dinero en el mercado comprando acciones de industrias en crecimiento y granjearnos una buena tajada —refutó Derecha.
—Pero esta gente de seguro se ganó este dinero.
—Y lo apostaron, y perdieron. La vida está llena de riesgos financieros innecesarios, y ellos deben pagar por los que toman. Saldemos nuestra deuda y guardemos el resto hasta que se nos presente una oportunidad de invertirlo.
—Pero...
—Mi opinión tiene el mismo valor que la tuya, ¿verdad?
Izquierda se encontró en una encrucijada moral. Darle la razón a Derecha implicaba que cedía terreno en una discusión que ya tenía escasas chances de ganar, y no hacerlo le volvía una hipócrita.
Guardó silencio al verse derrotada.
Derecha reparó en las caras de odio de los hombres. Querían ahorcarle. O algo peor. Necesitaban un medio para defenderse en caso de que las garras no bastaran.
De modo que entregó unos billetes al tipo que les había dado el préstamo y arrastró a Izquierda hacia la salida del bar, llevándose el dinero restante en una bolsa atada alrededor del cuello de Derecha. Los otros jugadores los vieron correr hasta la puerta, haciéndoles llover miradas de enojo y tristeza.
Se escondieron en un callejón oscuro, resguardado del viento y el gentío.
—Debemos adquirir un arma de fuego. O volvernos maestros de artes marciales mixtas. Adivina cual es más fácil.
—Las armas están hechas para matar...— acotó Izquierda, a quién la diea le desagradaba.
—Es la idea, matar gente que quiera matarnos. Una vez estén muertos, no creo que nos puedan hacer daño.
—Nigromantes.
—No lastimarían ni a una mosca, son gente feliz y exitosa.
—Creo que sería mejor conseguirnos... —Izquierda meditó por unos momentos antes de continuar la oración.
—¿Artefactos mágicos para defendernos?
—¡Marx! —Era su equivalente de "¡Bingo!"
Lo malo de nunca haber nacido es que la posibilidad de que tu hermano fuera abortado por accidente nunca se presentó. O al menos eso estaba pensando Derecha.
—Son poco confiables y requieren de un humano para ser utilizados correctamente. Somos un producto de la mente, no deberíamos existir. Y lo hacemos. Aquí podemos morir. De verdad. No me arriesgaré a que la causa sea una desintegración por un objeto fallido.
—¿Hermano, crees en la otra vida? Por si... ya sabes... espichamos.
Derecha pudo notar el miedo en la expresión de su otra cabeza. Levantó una pata y movió una larga garra de un lado a otro.
—No lo creo. La gente dice muchas cosas sobre la vida eterna, pero el homicidio continua siendo uno de los crímenes más horribles que alguien puede cometer. Si hay otra vida, matar a alguien es, objetivamente, forzar un cambio de estado. Nada merecedor de los castigos que actualmente se le dan a los asesinos.
Izquierda iba a refutarlo, pero no tenía sentido. Tratar de discutir sobre religión, creía, tenía una posibilidad en un millón de escalar a una guerra santa. Y la saga de fantasía favorita de Izquierda era El Mundodisco, por lo que se tomaba muy en serio lo anterior.
Procedieron a ocultarse dentro de una caja , sin saber si amanecerían vivos y muertos. No querían exponerse durante la noche. Estaban desnudos. Su blanco pelaje, podía decirse, era... provocador. Permanecer a la vista de los depravados traficantes de pelucas hubiera sido una receta para el desastre.
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La obligada felicidad del nigromante
FantasyLa magia es una damisela caprichosa. Si se la quiere usar para levantar un muerto, esta solo obedecerá a una persona feliz. Ese simple hecho lleva a Jeuff, un nigromante de clase media, a preocuparse ante la depresión de su maestro, causada por un c...