Luz y odio

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Frente a su casa, el hijo de puta se reía mientras Talassa intentaba golpearlo en la cara. Era un nefasto caballero en armadura brillante.

El resplandor formaba una red protectora e impenetrable a su alrededor. Casi era acertado decir que el mago de luz estaba a medio mundo de distancia de los puños de Talassa.

—Me odias. El sentimiento es mutuo. Pero tu odio es inútil, el mío es un arma.

—¡Destruiste el trabajo de Sinar! —reclamó ella, mostrando los dientes para expresar su rabia.

Él se mantenía tranquilo, sonriendo detrás de su barrera.

—Debería escribir con lapicera como una persona común. Pero tu novio rarito no lo hace. El uso de la manipulación de sombras es de por sí un acto deplorable. Añadirle irresponsabilidad es agregar insulto a la injuria.

Hablaba como si el uso de la magia ajena le afectara, incluso cuando él ni siquiera la percibía. Como si se tratara de un pecado utilizar las artes taumatúrgicas para facilitar la vida cotidiana.

—Deja de golpear la barrera, te estás haciendo daño en vano. No insultes mi inteligencia. No insultes tu inteligencia. No perdamos más tiempo y acepta que tu enamorado se equivocó.

Talassa no escuchaba las palabras del hombre. Ella solo continuaba con su intentod e partirle la crisma. Ambas manos de la curandera estaban empapadas en sangre, pero las heridas sanaban entre golpe y golpe. Una segunda capa etérea de luz impedía que gotas del rojo fluido llegaran a la cara del sujeto.

—Conozco a Sinar desde que se mudó aquí. Es buen muchacho, pero se entregó a un arte despreciable.

—¡Despreciable para ti!¡Basura humana!

Y entonces, sintió como si un caballo se le viniera encima. En efecto, un equino lo había golpeado, a pesar de que la luz ya había deshecho gran parte de su figura.

Con su armadura desvaneciéndose ante el resplandor de la red que protegía al caído lumimante, Sinar se apresuro a alcanzar a Talassa. Había desmontado a varios metros de distancia, cuestión de usar el corcel de sombras cual proyectil.

El derribado se incorporó a la vez que se sacudía sus ropas empapadas por la lluvia. Detestaba haberse distraído de tal modo.

—Deberías tener más cuidado, Sinar.

—¡Este desperdicio de carbono se coló en la casa y borró todas tus anotaciones!— comunicó Talassa con angustia.

Sinar mantuvo la calma. Ni la obvia provocación de su rival ni la noticia de su pareja iban a quitarle la compostura. La luz erosionaba su armadura cual el viento una montaña de polvo, dejándolo expuesto al orín de los cielos. Su cabello negro se aplastaba contra su cabeza, revelando la verdadera forma de su cráneo.

Tomó unos pasos hasta estar a un brazo de distancia del aquél que lo odiaba.

Se llevó un dedo a la sien. En un universo diferente y distante, una persona recordó una imagen viral de un hombre afroamericano haciendo lo mismo.

—No puedes borrar lo que tengo aquí.

—Si quieres lo intento. Estás muy al tanto de que puedo cercenarte la cabeza.

Sinar se encogió de hombros., con cara despreocupada.

—Te amas demasiado como para cometer un homicidio y pudrirte en la cárcel. —Un cigarro de sombras apareció en su mano, la cual extendió en dirección a su vecino—. Dame fuego, cobarde.

—¿Por qué estás tan tranquilo? ¡Ódiame! ¡Ódiame como yo te odio!

—Mira, juré no odiar a nadie que no fuera parte de mi familia. Si quieres que te odie, podrías esperar unos veinte o treinta años y casarte con alguna de mis posibles futuras hijas.

El mago de luz se apresuró a entrar a su vivienda, empujando a Sinar cuando pasó junto a él.

El manipulador de sombras encaró a su pareja, y le tomó una mano. La levantó, se aseguro de que no tuviera herida alguna, y luego la soltó.

Talassa abrazó a su novio con fuerza. Aún cuando ella era excelente deshaciendo lastimaduras, él se preocupaba por su bienestar físico.

Y allí se quedaron, abrazados bajo la lluvia, en una postal que hubiera sido romántica de no incluir a Sinar, ya que se quedó pasmado, con los brazos relajados, sin devolver el gesto de cariño.

Talassa no protestó. Ya estaba acostumbrada. Su pareja rara vez devolvía los abrazos, incluso en la intimidad. Se había enamorado de él así, y no esperaba que cambiara. Ni siquiera deseaba que lo hiciera.

Un trueno anunció el fin de su abrazo, y, con una de las manos de Talassa en la nalga derecha de Sinar, entraron a la casa. Estaban mojados, debían mudar sus ropas. O cerrar las escasas ventanas del hogar, desvestirse e iniciar una guerra de almohadas y sombras que pasaría a la historia.

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La obligada felicidad del nigromanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora