10. La tregua de los bandidos

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Había pensado seriamente en la idea de caminar tras su pequeño gato negro, silbando aquella melodiosa canción de cuna. Sin embargo, pensar en los miles de peligros que asechaban en aquel oscuro bosque y que la chica no iba a poder vencer estando inconsciente lo hizo volver sobre sus pies, maldiciendo en silencio, sin interrumpir sus silbidos. El cuerpo de la chica seguía allí, donde la había dejado, sobre los foliolos y los hongos, el musgo verdoso y una que otra flor pequeña, mostrando apenas sus pálidos colores en medio de la oscuridad reinante de aquel extraño bosque. Siempre había sido su favorito, independientemente de que fuera uno de los más peligrosos. Que aquella chica, aparentemente tan pequeña, hubiese sido capaz de llegar casi al centro mismo de aquella extraña masa de vegetación y oscuridad solo hacían que aumentara su curiosidad (y su preocupación) por ella. Era valiente, sin duda. Pero poco prudente.

Él no había pensado en ningún momento en hacerle daño. La había distraído cuando pensaba capturar a su gato y con eso le bastaba. Tenía que protegerlo a toda costa, y evitar su secuestro era suficiente por ahora. Pero ella estaba tan molesta que no había dudado en tirársele encima y amenazarlo con su cuchillo. Sonrió ante el recuerdo de la pequeña jovencita, vestida completamente de negro para camuflarse en el lugar y con el cabello en desorden mirándolo con una extraña mezcla de sentimientos al notar el lamentable nivel de enemistad que había entre ellos llevando apenas cinco minutos de haberse conocido. Claro, él era un hechicero maldito y ella una aprendiz de hechicera del bando contrario, de aquellos que habían jurado proteger por toda la eternidad la permanencia del Portal que los separaba de todos los demás reinos, ganándose así el collar de medialuna de aguamarina y turmalina, mientras que su propio medallón, como el de todos los de su estirpe, se había curvado hacia abajo y se había teñido de un interesante rojo sangre, mostrándole así a todos los demás su traición para con Emenlor y sus leyes de magia. Pero era injusto, totalmente injusto. Él no recordaba haber recibido nunca un collar azul que más tarde hubiera transmutado al rojo escarlata, su collar siempre había sido así, y por el contrario de muchos magos, brujas y hechiceros que conocía, cuyos collares habían sido entregados luego de años de educación mágica, él había recibido el suyo poco tiempo después de nacer. Obviamente no lo recordaba, pero sabía que así había sido.

Y sabía también que más le valía mantenerlo oculto. Pero aquella lista chica había logrado verlo, quitándole su preciada bufanda y sin despegar su cuchillo de plata de su cuello.

Y allí estaba esa peligrosa, valiente y lista chica. Su collar azul era lo único que vestía que no fuese negro, plomo o azul extremadamente oscuro. Su cabello negro estaba sobre sus ojos, pasando sin ningún respeto por sobre sus naturalmente curvadas pestañas y sus labios ligeramente rosados estaban cerrados, sin expresión alguna. Se le revolvió el estómago, pero no eran nauseas. Era otra cosa la que sentía, pero no sabía qué.

Se limitó a mirarla por un par de minutos, esperando a que comenzara a mostrar los primeros signos de que despertaría pronto. Entonces él daría la media vuelta y se iría antes de que ella lograra verlo de nuevo. Salir del bosque sería fácil para ella, además, dejar solo a su gato mucho tiempo podría ser peligroso para ambos, no debía arriesgarse demasiado, lo sabía.

Su gato. Que en realidad era una gata adulta, sin nombre igual que él. De oscuro pelaje negro, brilloso y siempre repleto de pelusas y pequeñas semillas secas que se le adherían siempre que salía de la casa. Sus ojos eran verde limón y con una pupila vertical, cambiante, exactamente igual a los ojos de él, los cuales estaban hipnotizados con Alice. Ahora que lo pensaba, nunca había estado tanto tiempo en compañía de una persona, menos de una chica. Siempre se limitaba a aparecer en los pueblos menos concurridos, conseguir un par de cosas y luego volvía a esconderse en el bosque. Si se llegaba a topar con alguien, o lo hechizaba o lo evitaba, dependiendo de quien fuera. Una mueca de disgusto se dibujó en su rostro, al pensar que la única persona con la que más había "compartido" estaba en el suelo inconsciente por su culpa. "Pero es mi enemiga" se repetía, cada vez con más ira. "No debes ayudarla, ella no te habría ayudado".

I. El Guardián de la GemaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora