28. La estampida subterránea

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El Sultán Alborz estaba listo en su trono dorado para la llegada de sus "visitas". Sus sirvientas lo habían bañado y vestido con sus túnicas más elegantes, teñidas con abundante púrpura y bordadas en oro. Se había rizado la barba y peinado los cabellos bajo un exuberante turbante blanco. Quería darle la mejor impresión a los recién llegados, sobre todo a la joven Bast, quién se rumoraba era la joven más bella del reino de Arena que él decía gobernar en totalidad. Y una flor así, en aquel desierto, debía pertenecerle.

En cuanto las grandes puertas doradas del gran salón se abrieron, sus músicos comenzaron a tocar las trompetas con algarabía, como si del inicio de un desfile se tratase. Sin embargo, los recién llegados no pertenecían para nada a un desfile ni ninguna celebración similar. Bast y Jonsu estaban repletos de arena, sucios, manchados de sangre desde el pelo a los pies. Apenas caminaban ayudados por dos soldados drow cada uno, los cuales no se veían mucho mejor. Se les veía la piel enrojecida y los hombros hundidos bajo el peso de las armaduras que los protegían del sol pero que a la vez acumulaban todo el calor como un horno.

Haberlos obligado a recorrer grandes distancias bajo el sol no había sido la medida más inteligente de Alborz, tomando en cuenta de que los drows son seres subterráneos y nocturnos, pero la verdad era que poco le importaban esos soldados extranjeros de piel violeta. No iba a usar a sus hombres, no aún.

- Bienvenidos nuevamente a Al-Kubrá jóvenes magos- les saludó levantándose del trono y con las manos extendidas, fingiendo simpatía, ignorando completamente el estado deplorable en el que se encontraban- Se preguntarán qué hacen aquí...

En cuando estuvieron a un par de metros de distancia, los soldados los obligaron a arrodillarse y se hicieron a un costado, dejándolos solos delante del sultán quien los miraba como un buitre carroñero a su moribunda cena; desde las alturas y con malicia.

- Tengo entendido que hace ya algunos años abandonaron este reino en busca de mejores oportunidades en el Norte, a pesar de que aquí les dimos de todo: comida, vestimentas, un hogar, un maravilloso clima...- la corte, que se había mantenido en silencio, rio nerviosamente- Sin embargo, no es mi intención castigarlos por su vejación para con el reino. Los he mandado a traer para darles otra oportunidad.

Los miembros de la corte comenzaron a cuchichear; las sirvientas detrás del trono no dejaban de apuntar a Bast y a reírse entre dientes.

- Así ya no es tan hermosa como decían- murmuraban, envidiosas.

Bast estaba tan aturdida por los golpes, el cansancio y el calor que su cuerpo ya había dejado atrás tantos años atrás que apenas era capaz de oír y entender al sultán, que no notaba que los ojos de la corte estaban fijos en ella. Anubis no estaba mucho mejor, pero no era precisamente el centro de atención. Solo era consiente de un dolor de cabeza infernal y un escozor insoportable en la piel expuesta al sol y a los maltratos de los soldados. Tenía la vista fija en el suelo, precisamente en la pequeña poza de sangre que se había formado cerca de sus rodillas. Cada un par de segundos, pequeñas gotas rojas caían de su frente y hacían aquella pocita poco a poco más extensa.

- Quiero, por favor, que toda mi maravillosa corte se retire en estos momentos- pidió el sultán- Necesito hablar a solas con este par de muchachos.

Los murmullos frenaron de golpe para dar paso al ruido de pisadas y vestidos revoloteando alejándose del gran salón. Solo quedaron un par de guardias locales ataviados de rojo en las puertas, pero estaban lejos y no escucharían lo que Alborz iba a decir.

- Y por favor, quiero que mis esclavas atiendan a los valientes soldados extranjeros como corresponde- indicó mientras estos se retiraban, poniendo una sonrisa en sus lascivos rostros. – Se preguntarán cuál es esta oportunidad que quiero brindarles- les dijo mientras bajaba del pedestal para acercarse a ellos, pero como era de esperarse, a penas pudieron mirarlo. Algo se ablandó en el corazón de Alborz, al verlos ahí, tan jóvenes y mal heridos. El mismo no era viejo- su piel seguía estirada y sus cabellos eran negros y brillantes- pero aquella pareja le parecía un par de niños huérfanos pidiendo limosna. De uno de sus bolsillos sacó un pañuelo de seda blanca y limpió la cara de Bast con cuidado- Pediré que los bañen y los curen. No puedo hacer un trato si ni siquiera pueden mirarme a los ojos. Pero más les vale que lo acepten o no volveré a ser así de amable.

I. El Guardián de la GemaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora