Aún era un poco difícil acostumbrarme a ir del otro lado de la ciudad, a otra casa que no sea donde había pasado tanto tiempo viviendo sola y donde habíamos formado un hogar Camila y yo para nuestra familia.Ahora teníamos un casa enorme, moderna, tenía dos plantas, un jardín enorme, las habitaciones era más grandes y todo era blanco, gris y negro. No quería, pero tuvimos que mudarnos después de algunos años porque con una niña que amaba bailar, saltar por todas partes, un niño de cuatro años amante del fútbol y dos cachorros era imposible vivir en paz si la casa era pequeña. Entre otras cosas y razones, por supuesto.
Emma había ayudado a elegir qué casa sería la perfecta para nosotros, había estado en cada visita junto a Camila y a mí. Ella estaba tan grande y madura. Era demasiado pequeña para ser madura, pero lo era, era inteligente y sabía perfectamente qué estaba bien y qué mal. Era mi gran orgullo, ella y todo lo que había logrado y aprendido en sus once años.
Apenas entré a la casa escuché silencio y me pareció un poco raro. Ni siquiera los dos cachorros fueron a recibirme. Todavía era difícil para mí llegar a casa y no tener que atajarme de los fuertes empujones que me daba Junior en forma de saludo.
Hacia ya cinco meses que mi amigo no estaba más con nosotros. Recuerdo que un día llegué del trabajo y entré un poco preocupada porque el auto de mi hermano estaba estacionado en frente y también el auto que usaban de transporte de Emergencias a su clínica veterinaria.
Cuando estuve dentro vi que Junior estaba tendido en los pies de Mateo y Emma lo acariciaba suavemente. Mi hermano me explicó que estaba débil, que era por su edad, que estaba viejito y… Y que debía dejarlo ir de una vez. Yo no entendía cómo pude haber sido tan ciega y no darme cuenta que no estaba comiendo bien, que estaba decaído y no era lo mismo. Claro, esa semana había estado llena de trabajo, llegaba a casa por la noche y cuando todos dormían. Lo había descuidado.Él estuvo unos dos días sin levantarse de su camita. No jugaba. No comía. No bebía. Y me partía el alma porque estaba tan acostumbrada a estar gritándole que dejara tal cosa, que no rompiera las plantas de Camila y él las rompía igual y luego salía corriendo conmigo detrás de él. Me había acostumbrado a ser recibida por sus ladridos y saltos. Estaba acostumbrada a verlo correr por toda la casa con mis hijos y aunque les dijera a los tres que debían quedarse quieto me ignoraban y lo hacían a propósito.
El día en el que sus ojitos se cerraron para siempre yo sentía que habían sacado una parte de mí nuevamente. Él había sido mi fiel amigo durante mis últimos quince años de vida. Habíamos pasado casi una vida juntos.
Recuerdo que aquella tarde llegué temprano a casa y lo primero que hice fue ir a verlo. Estuve con él, intenté que comiera, que bebiera y nada. Su respiración era lenta y calmada, apenas había movido su cola al verme.
—Ya deja de luchar, amigo.—Para cuando terminé de decir aquello ya estaba llorando.—Ya es suficiente, me duele, pero deja de luchar, no puedes seguir así. Lo soportaste durante casi tres días, así que vamos, descansa para siempre.—Le hablé sin dejar de acariciarlo. No veía nada por las lágrimas que caían de mis ojos.—Pero antes déjame decirte que gracias por haber sido mi amigo y acompañarme durante tantos años. Gracias por aceptar a Camila desde el primer momento y gracias por ser parte de mi familia. Nuestra familia.—Él me estaba viendo, intentó moverse, pero no tenía fuerza para eso.—Te voy a extrañar mucho, mugroso. Aunque no creas voy a extrañar estar gritándote todo el tiempo porque no parabas de hacer desastres por la casa. Pero vamos, descansa. Todo va a estar bien.
Me quedé a su lado por varios minutos. Había visto a Emma y a Mateo acercase. También lo acariciaban suavemente.
—Descansa amigo. Hazme caso. Deja de luchar y duerme.—Apoyé mi frente cerca de su cabeza obligándolo a cerrar los ojos por la cercanía. Se me escapó un sollozo segundos después cuando sentí que había dejado de respirar.