CAPÍTULO 7: "Me quedo"

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Narra Mar:

Desobedeciendo a Justina, había bajado al salón para ver que estaba ocurriendo. Abajo estaban la vieja vinagreta, Bartolomé y la hueca de Malvina. Esta última, nada más verme, me señaló y se puso a gritar como una loca:

— ¡Esta Barti! ¡Esta fue la loca que me arruinó la fiesta! ¡Desgraciada! ¡Cucaracha!

— No no no — dije —. Yo únicamente me defendí.

— ¡CALLATE! — me ordenó Justina.

— ¡Barti Barti Barti! — volvió a llamar la atención Malvina —. Esa desgracidita casi me mata — dijo señalando el moretón que tenía en el ojo. Sí, esa era la linda señal que le había dejado mi puñetazo. 

Entonces, la puerta de entrada de la calle se abrió, y por ella entró Thiago, el nene bien y lindo, hijo de Don Bartolomé. Llevaba ropa de deporte y venía todo transpirado, supongo de que haberse dado una buena carrera.

— ¿Pasó algo? — preguntó mientras se acercaba a nosotros.

— ¡Thiiiiiii! — chilló Malvina cuál rata mientras abrazaba a su sobrino —. ¡Hola! ¡Ay sobri estás todo transpirado! — dijo Malvina, y supongo que por el sudor, dejó de abrazarlo —. ¿Cómo estás?

— Hola tía... ¿Todo bien papá? — le preguntó a Barto mirándome.

— Sí, todo bien hijo. Educando a este pimpollo — me señaló Barto con la mano — ¿Corriste?

— Sí — dijo Thiago rápidamente, antes de que Malvina comenzara a hablar de nuevo.

— La que le hace las preguntas soy yo, quiero que me cuentes sobri cómo te fue en London — Malvina le agarró la mano a Thiago —. Vení a la limo conmigo y me contás — después ambos salieron de la mansión. Y los ojos de Barto y Justina se posaron en mí, aterrorizándome.

— ¿Qué? — musité —. ¿Me van a pegar?

Barto soltó una carcajada:

— Pimpollo, la mano dura no es nuestro leitmotiv. Vos lo que necesitas — miró a Justina sonriendo —, es consejo del menor.

Barto me tomó entonces por el hombro y me llevó hasta su despacho. Justina nos seguía. Al entrar allí me hicieron sentarme en una silla, Justina se quedó en pie, junto a la mesa, y Barto se sentó al otro lado, en una silla justo frente a la mía. Agarró un montón de plata que tenía encima del escritorio y empezó a contarla, mientras me hablaba sin mirarme a los ojos:

— Mar, pimpollito. Mi ángel caído del cielo... fue muy feo lo que la hiciste a mi Mal — paró de contar la plata y entonces me miró.

— Es terrible señor lo que la hizo — comento Justina —. Y terrible debería ser el castigo.

— Justine — Barto miró a Tina —, que no transcienda, pero este pimpollo — me señaló — me puede. ¡Me puede! Está creciendo algo torcida — me dijo mientras usaba un tono como si fuera una nena chiquita —, pero escaparte así, como una ladrona, de mí. Yo que te abrí las puertas de mi hogar... de mi corazón... ¿Por qué?

— ¿Te querés ir, sanguijuela bastarda? — me preguntó en voz baja Tina al oído.

— Si te querés ir, decimelo de frente. Acá no retenemos a nadie — dijo Barto.

— ¡Eso sí! Si te vas, vas a tener una enorme deuda con don Bartolomé. Gracias a él, ahora mismo no estás en la cárcel.

— Justine, este capullito necesita amor — Justina hizo un movimiento ordenándome que me levantara del asiento, y yo obedecí—, libertad, no rejas... Y por cierto, el portón lo hemos electrificado. Nos dimos cuenta de que sí vos podías salir, alguien podía entrar — dijo Barto, quién ahora mismo estaba a mí lado, amenazándome así con que no me fuera, porque si me iba, iba a ocurrirme algo malo —. ¿Un horror no?  — después Barto salió del despacho.

— Andá... andá a la calle. Vos sabés lo que te espera... un frío más terrible que la muerte — dijo Justina agarrándome del pelo. Y hambre, vos sabés bien lo que es el hambre.

No podía resistirme más... si hubiera sido alguien de mí edad la hubiera matado a piñas y patadas... pero Justina, que me miraba con esos ojos terroríficos... Dios.

— El hambre duele — y después Justina me sacó del despacho arrastrándome. Después me llevó hasta mi cuarto y allí me dejó por un buen rato.

Durante esos minutos pensé en todo lo que me había pasado en mi vida... todo lo malo que había vivido en mis 14 años de vida, casi 15. Solo viví feliz mientras estuve con el cura, después fui a parar al orfanato, y desde los 5 años no recibí más que palos y más palos. Pensé también lo bueno que tenía la Fundación: calefacción y comida, y una cama. Y yo era fuerte, tenía un corazón duro, lugar al que nadie había pasado nunca. Mi corazón siempre había estado cerrado para todo el mundo: cuando viví con el cura, era demasiado chiquita, supongo que lo quería, pero no me acuerdo casi nada de él. Después, el los orfanatos, no hice ni un solo amigo, porque todos mis compañeros se reían de mi, por mi altura y por mi boca. Sí, mi boca era la parte de mi cuerpo que menos me gustaba, me hacia parecer mucho más fea de lo que ya era. Y mucho menos tuve una relación buena con los directores o los celadores de los orfanatos o institutos en los que estuve. Los que no me ignoraban, me pegaban, o me castigaban, o me trasladaban a otro lugar por problemática.

Y desde chiquita la única puerta que tuve para escaparme fue el boxeo. Tenía una bolsa de boxeo que me había regalado el cura, las últimas Navidades que había pasado con él. Me incorporé de la cama y até la cuerda del saco a un clavo que había en la pared. Me puse de pie en la cama y empecé a golpear el saco con fuerza. Y cuando yo estaba boxeando y liberándome un poco de la presión que me causaba estar en la BB, Justina apareció en el cuarto:

— ¿Y? ¿Va a volver a la calle en la que no tiene dónde caerse muerta? — me preguntó mirándome —. ¿O se va a quedar acá como corresponde?

— Me quedo — susurré.

— ¿Perdón? — dijo Justina señalando su oído, quería que lo dijera más alto.

— ¡Me quedo!

— Muy bien, ahora la camita la quiero arregladita, dobladita y no quiero ni un trapo sucio en toda la habitación — después rodeo la cama y me agarró la cara —. Hacés bien en quedarte acá, después de todo, este es un buen lugar.

Justina salió del cuarto y yo me quedé sola, y de bronca le pegue un golpe al saco de boxeo. Pero este debía ser mi nuevo camino, después de todo, Dios siempre tiene nuestro futuro escrito.

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