Sólo hizo falta media hora para enamorarme de aquella chica,
para llegar a querer la cinta rosa de su sombrero,
su manera de balancear el pie derecho hacia adelante y hacía atrás,
a veces acelerando y otras desacelerando,
su forma de sorber su nevado,
su manera de desconocerme,
de no hacerme participe de su mundo; ni a mi, ni a nadie,
su manera de llevarse con el silencio y de pensar cosas que con certeza yo nunca podré saber y me alegra que sea así,
su forma de querer,
de querer sin saberlo,
el vidrio que la separaba de mi y la libraba de quedar sentada frente a mis ojos,
sin ninguna barrera,
la quise como he querido a las mujeres de casi todos mis poemas,
de manera sobria,
de manera serena,
como se puede querer a un ventarrón o a una llovizna,
afortunadamente,
para mi,
como de costumbre,
esa misma media hora fue suficiente para desenamorarme,
para olvidarla,
para no querer volver a llegar con el alma hasta las puntas de su cabello negro,
para no desear sí quiera averiguar su nombre
para empezar de nuevo.