Capítulo XXIV.

1.2K 91 4
                                    

Capítulo veinticuatro: Amelia – Recuerdo esa foto


2 HORAS ANTES

Abel me observaba detenidamente a través del retrovisor. Si hubiera podido, si hubiera tenido las fuerzas, le habría reclamado qué tanto me veía, pero no. No quería comportarme así con el chico que me había salvado de una catástrofe social.

Llevábamos unos treinta minutos conduciendo por una autopista oscura. Era muy poco transitada y comenzaba a entrar en pánico. No tenía idea de a dónde nos dirigíamos, pero tampoco había hablado en todo ese rato como para que él me dijera.

—¿Cuál es el plan? —Cuestioné.

—No hay ninguno. Hemos estado yendo en círculos desde que entré a la carretera.

—No puedo creerte —bufé.

—¿A dónde quiere ir, señorita?

—Háblame de tú, por favor... Tengo hambre, mucha.

—No puedo —se rio—. Siento que hablo con alguien de la realeza. Tomaré la siguiente intersección... A ver a dónde nos lleva.

—Está bien, como sea —suspiré—. Siempre y cuando estemos bastante lejos de todos ellos.

Abel volvió a guardar silencio.

—¿No eres de muchas palabras?

—La verdad es que me pone algo nervioso tu presencia —murmuró. Quise encontrar la burla en sus palabras, pero no fue así. Estaba siendo sincero—. Pero, si quieres hablar sobre algo, puedo continuar la conversación.

Asentí sin que me viera. Me impulsé hacia adelante y, como pude con ese vestido tan entallado, terminé por sentarme en el asiento del copiloto. Abel me miró expectante con las dos manos en el volante. Maldita sea, no podía leer tan bien sus expresiones.

—¿Qué?

—Nada —se encogió de hombros como si nada—. Movimiento inesperado.

—Me causas... gracia —admití—. No quiero decir que seas un payaso, pero me relaja mucho tu actitud.

Parpadeó dos veces y mi corazón se detuvo. Se giró para verme una milésima de segundo y después regresó la mirada al camino.

Era muy guapo.

—Entonces ya somos dos —sonrió—. ¿No estás ni un poco perturbada por compartir el auto con una persona que ni siquiera conoces? Esto, a ojos de cualquiera, podría ser un secuestro.

—Pero sé que no lo es. Y no eres un loco... Nate no te habría dado esta tarea. ¿Cuánto te pagó?

—Eso no importa. Hubiera aceptado aunque no me pagara un centavo.

—¿Por qué?

Tamborileó los dedos en el volante.

—Porque sé de ti desde hace tiempo. Te vi en la primera página de un periódico.

—Creo que estaba borracha en esa fotografía —recordé. Nathaniel también guardaba una copia de dicho retrato.

—Sí, bueno. Llamaste mi atención. Cuando me dijeron que trabajaría para ti te investigué.

—Eres un acosador.

—¡No! Es mi trabajo.

Los dos nos reímos. Su risa era angelical. Se relamió los labios y sentí que me quedé embobada unos segundos.

De amores y senadoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora