Capítulo XXVI.

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Capítulo veintiséis: Amelia – Me quedaré

Grace dejó un plato pequeño lleno de fruta frente a mí. Tenía piña, mango y un poco de durazno. El estómago me rugió. Habían pasado sólo unas horas desde que había tomado mi última colación, y con el estrés que sentía en ese momento tenía que comer pronto o me desmayaría por falta de azúcar.

Así era yo. Sin un poco de alimento en mi sistema, dejaba de ser Amelia Vortex.

Le agradecí con la mirada y comencé a comer en total silencio. Esperaba que Abel despertara antes de que yo terminara mi desayuno. Lo que menos quería era estar sola en un lugar desconocido. Y, vamos, para considerar a Abel como alguien cercano, tenía que estar bastante jodida.

Unos diez minutos después, mientras yo estaba muy entretenida descifrando los ingredientes de mi jugo, Abel entró al desayunador. Llevaba el mismo pantalón deportivo de la noche anterior y su cabello largo caía sobre sus hombros. Le di un último sorbo a mi zumo y alejé la mirada de su torso, el cual iba cubierto por una camiseta ajustada que no me dejaba mucho a la imaginación.

—Buenos días —sonrió. Grace apareció poco después para preguntarle si quería café o té—. Café, por favor. Muy, muy cargado.

—¿Dormiste bien? —Le pregunté. Él asintió sin mucha convicción.

—No me digas que tú puedes conciliar bien el sueño después de lo que sucedió.

—Bueno, digamos que sí —me encogí de hombros y engullí mi primer bocado del plato fuerte—. De nada sirve que me atormente si ya sé la verdad.

—Me da gusto, Amelia. Algunos tenemos otras preocupaciones en la cabeza.

—¿Es por Gia?

Sus ojos adquirieron un brillo diferente. Al mencionar su nombre, Abel se transformaba en otra persona. Tal vez en alguien más sensible, o no sé.

—En parte sí, es por ella, pero también tengo que impacientarme por ti —dejó la cuchara plateada sobre un plato con tal fuerza para hacerla sonar por toda la habitación—. ¿Crees que me alegra estar aquí contigo? Por supuesto que no. Este es el último lugar en el que desearía estar.

—No tenías que ser un completo imbécil —bufé—. Siéntete libre, Abel. Puedes irte si así lo quieres.

Se relamió los labios.

—No voy a dejarte. Di mi palabra.

—Como sea —volteé los ojos y decidí ignorarlo completamente. Daba gracias al cielo que Abel hubiera decidido quedarse, porque si no sólo Dios sabía lo que sería de mí. Era pésima cuidándome sola y, aunque me costara admitirlo, necesitaba que él estuviera conmigo.

Una vez que terminé, le agradecía Grace por el desayuno y volví a mi habitación. Tomé una larga ducha caliente y al salir me puse los vaqueros que había comprado y una camiseta gris.

Me mordí el labio inferior antes de tomar el teléfono de mi habitación. Llamé a recepción y pedí que me conectaran con el número de Timothy. No tardó mucho en contestar.

—Hola, princesilla —saludó con gracia—. Estaba pensando en ti. ¿Qué haces?

—Estoy congelándome —admití—. Gracias por contestar tan rápido... No tienes idea de cuán sola me siento.

—Puedo imaginármelo. ¿Está todo bien? —Preguntó con preocupación genuina—. Me siento terrible por no poder decirle nada a tu familia.

—Lo sé, yo me siento igual... Y sí, todo está bien. No tienes de qué preocuparte.

De amores y senadoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora