♣ Capítulo 6: El mito del hombre perfecto

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En la historia de mi familia solo ha habido tres grandes discusiones. La primera fue cuando a Félix—el tercero en nacer—se le ocurrió que ya era tiempo de crecer y sin decirle a nadie tomó su bolso, un poco de dinero y por seis meses se dedicó a recorrer Latinoamérica.

Como supondrán, a mi mamá casi le dio un infarto cuando supo que Félix se había largado sin más, mi padre por su lado estaba tan relajado respecto al tema que lo único que dijo fue: Bien por él.

Casi se divorcian, hubo una crisis familiar como nunca antes, todos nos replanteamos nuestros valores, mamá lloraba constantemente y mi padre vivía con mala cara, se gritaban todo el tiempo, yo tenía trece o quince, no lo recuerdo, pero me acuerdo perfectamente que luego de eso mis padres no volvieron a ser los mismos.

Cuando Félix llegó de su travesía (la cual por cierto realizó sin ningún tipo de medio de comunicación y por lo tanto no estaba enterado de la situación) Lorenzo le dio el sermón del siglo, de verdad, lo hizo llorar, mi antisocial y deshumanizado hermano lloró como una nena con las palabras de mi hermano mayor. Luego fue a casa a disculparse y se llevó el segundo sermón del siglo, el de mi padre, que más que estar enojado por su partida, estaba enojado por lo que le había hecho a mi madre, y como si eso no fuera poco tuvo que soportar el peor de todos los castigos, ver llorar a mi madre por horas.

La segunda gran pelea fue mi culpa. Llevaba un año de rehabilitación, podía caminar de nuevo, mi espalda había curado, mi pierna se veía normal, ya no usaba bastón pero por alguna razón todos seguían creyendo que era un pobre lisiado al cual tenían que atender hasta para ir al baño, no exagero, me obligaban a dejar la puerta del baño abierta por si acaso necesitaba algo. Estaba bajo mucha presión por ese entonces, mi hermano había muerto recientemente en un accidente al cual yo sí había sobrevivido, mi madre y mi hermana me vigilaban a cada paso y mi padre seguía insistiendo que lo único que me pagaría sería derecho. Así que hice lo que mejor sabemos hacer los Vernetti frente a los problemas, escapé. Tomé mis cosas y les anuncié que me iría, entre mi madre y mi hermana se encargaron de hacer mi ida un infierno ¿Qué cómo iba a irme? Que recién había dejado las muletas ¿Quién iba a cuidarme si me iba? En menos de veinticuatro horas tenía a todos mis parientes hinchándome las pelotas con reproches ¿Qué cómo podía hacerle algo así a mi madre? ¿Qué quién iba a cuidarme? ¿Qué que pasaba si tenía otro accidente?

Lo único que me dijo mi padre fue: Si te vas estás por tu cuenta, lo único que voy a financiarte será derecho.

Así que hice lo segundo que mejor sabemos hacer los Vernetti, hice lo que quise.

La tercera gran catástrofe familiar la comencé yo, pero la protagonista era mi hermana. Esa fue probablemente la peor de las debacles, no solo porque todo con mi hermana se asemeja mucho a la segunda guerra mundial, sino porque por primera vez en la historia familiar mis dos padres estaban de acuerdo, ambos querían despedazar a Alex, cortarlo en pedazos y hervirlo, mi madre prefería hacerse una sopa y mi padre un té. Como supondrán se canceló el viaje, se quedaron y partieron esa misma noche a encarar a mi hermana, ardió Troya y toda la costa del Mediterráneo.

Por ese entonces Lena vivía con otra chica de su instituto de cocina. No estuve ahí para presenciar en momento exacto en que ella les abrió la puerta pero estoy más que seguro que supo de inmediato de que se trataba todo.

Se armó un griterío épico y toda la cuadra terminó enterándose que mi hermana estaba embarazada. Ambos lados tenían buenos argumentos, mi madre le reprochaba que no la había criado para ser una cualquiera y mi hermana le contra argumentaba que si ella era una cualquiera era genético y no había nada que hacerle, lamentablemente mi madre tuvo a Lorenzo a los quince, por lo tanto no tenía mucho con lo que defenderse.

La casa de puertas rojasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora