Segunda Parte: EL DOCTOR - CAPÍTULO 38

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CAPÍTULO 38

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CAPÍTULO 38

El dolor de los brazos era insoportable. Ya casi no podía sostener mi peso de las cadenas para que los grilletes no siguieran lastimando mis muñecas mientras colgaba del techo. Ella estaba frente a mí, mirándome en silencio.

—Por favor, mátame...— le pedí llorando.

Ella se acercó y me puso una mano sobre la mejilla. Sus labios se torcieron en una sonrisa perversa.

—Me excita cuando ruegan por la muerte— dijo, entrecerrando los ojos.

—Por favor... — gemí.

—No existe liberación para ti, mi amor, ni siquiera por medio de la muerte.

Lloré desolado ante aquellas palabras.

—Pero tal vez pueda ayudarte— continuó ella, golpeándose el labio inferior con un dedo, pensativa—. ¿Te gustaría que afloje la cadena para que puedas apoyar los pies, mi amor?

Asentí con la cabeza, desesperado. Ella sonrió con tal malicia, que por un momento pensé que tal vez no hubiera debido aceptar su ofrecimiento. Me besó en la herida del labio con fuerza. Cerré los ojos y apreté los dientes para no gritar. Luego se dirigió a la pared que estaba detrás de mí en busca de algo. Sentí un golpe seco cuando lo colocó debajo de mis pies desnudos que flotaban sobre el objeto. Bajé la cabeza lo más que pude para ver qué era. Cuando mi mente embotada pudo al fin distinguirlo, el cuerpo me comenzó a temblar de terror. Era una madera con cientos de clavos afilados sobresaliendo hacia arriba. Hubiera gritado y suplicado, pero el horror de su plan no me dejaba respirar. Me sentí desfallecer. Antes de que pudiera atinar siquiera a recoger las piernas, ella soltó la cadena de golpe y mis pies se incrustaron en los clavos con la fuerza de la caída.

—¡Strabons! ¡Doctor Strabons!— escuché la voz angustiada de Nora.

Abrí los ojos de golpe. Un sudor frío me corría por las sienes. Tenía la respiración tan agitada que no podía hablar. Lentamente, me di cuenta de que estaba en mi cama. Nora me sostenía por los hombros.

—¿Qué...?— logré articular.

—Estaba gritando— explicó ella—. Nunca escuché un grito tan aterrador en mi vida.

Respiré hondo varias veces para intentar calmarme. Me sequé la transpiración de la frente con la muñeca.

—Está sangrando— dijo Nora al ver mi mano.

Di vuelta la mano y la puse frente a mis ojos. En la desesperación de la pesadilla, había clavado las uñas en las palmas con tal fuerza que las había hecho sangrar.

—Iré por el botiquín— anunció, poniéndose de pie. Al llegar a la puerta de la habitación, se volvió por un momento: —¿Estará bien hasta que vuelva?

Asentí con la cabeza. Ella desapareció por la puerta. No pude contenerme más y rompí en llanto. Hacía mucho que no soñaba con Murna. Como si el horror mismo de los recuerdos de la tortura no fuera suficiente, las pesadillas me traían a la conciencia momentos que mi mente había borrado.

Nora volvió pronto con el botiquín. Se sentó a mi lado sobre la cama y me tomó una de las manos con cuidado. Me limpió las heridas con un algodón con agua oxigenada y me la vendó.

—¿Quiere hablarme de esa pesadilla?— me dijo, mientras me tomaba la otra mano para curarla también.

Negué con la cabeza. Las lágrimas todavía me corrían por el rostro.

—Bueno, si no me lo quiere contar a mí, está bien, pero debe hablar con alguien.

Negué otra vez con la cabeza.

—Si no se desahoga con alguien— sentenció ella—, tendré que contarle a Juliana lo que pasó esta noche, y ella no lo dejará en paz hasta que le saque la verdad.

—¡No!— casi le grité— ¡Te lo prohíbo!— exclamé, tomándola de las muñecas con fuerza.

—Está bien— gimió ella con una mueca de dolor.

Apenas me di cuenta de que le estaba haciendo daño, la solté.

—Lo siento— me disculpé—. Por favor, no quiero que nadie sepa de esto. Es demasiado...— se me quebró la voz y no pude terminar. Ella asintió con la cabeza, comprensiva.

—Está haciendo una regresión— me dijo ella.

—¿De qué hablas?

—¿Recuerda cuando quemó los libros? Está volviendo a eso. Se está encerrando en sí mismo otra vez en vez de pedir ayuda.

—Lo que quieres decir es que me estoy comportando como un imbécil egoísta y arrogante otra vez.

—Para decirlo en forma clara y directa, sí.

Nora me pasó un brazo por los hombros y me atrajo cariñosamente hacia ella.

—Mercuccio y yo no podemos entender la dimensión ni la complejidad de lo que lo aqueja, pero ella sí puede. Debe contarle, Strabons, ella es la única que lo puede ayudar— me dijo suavemente, apartando el cabello largo de mi rostro.

Asentí en silencio.

—Iré a hablar con ella ahora mismo— decidí.

—Tal vez sea mejor que se vista y desayune primero. Luego Mercuccio puede llevarlo.

—¿Llevarme? ¿Cómo que llevarme? ¿Dónde está Juliana?— pregunté con el corazón encogido de temor.

—Recogió todas sus cosas y se fue hoy temprano.

—¿Cómo que se fue? ¿Adónde se fue?— le grité.

—No lo sé, Mercuccio...

No la dejé terminar la frase. Salté de la cama y salí como una tromba de la habitación en busca de Mercuccio. Lo encontré en la cocina, calentando agua.

—¿Dónde está Juliana?— le espeté.

—Buenos días para usted también— me respondió él—. ¿Qué le pasó?— me dijo preocupado, mirando las manos vendadas.

—DÓNDE. ESTÁ. JULIANA.— repetí con los dientes apretados.

—Decidió irse esta mañana. Dijo que ya no podía ser su asistente. La llevé a los dormitorios del campus universitario, a su vieja habitación.

Tomé a Mercuccio de la solapa de la camisa.

—¡¿Cómo pudiste dejarla ir?!— le grité.

Mercuccio tomó mi mano y la desprendió de su ropa.

—¿Y qué quería que hiciera?— me gritó él a su vez—. ¿Que la atara a una silla?

—Ve a buscarla ahora mismo— le ordené.

—Lo siento, ella dejó muy claro que no quiere volver. No puedo forzarla.

—Mercuccio, Hermes está suelto por ahí, no puedo proteger a Juliana si no está conmigo. Debes traerla de vuelta, debes convencerla.

—No es mi trabajo convencer a una mujer para que vuelva a su lado, doctor. Si la quiere de vuelta, tendrá que persuadirla usted mismo.

—¡De acuerdo! ¡Ya veo que todos en esta casa se han complotado contra mí! Prepara el auto, iré a vestirme.

—Muy bien— accedió él, tratando de reprimir una sonrisa.

Antes de que yo desapareciera a través de la puerta de la cocina, Mercuccio me preguntó:

—¿Cómo piensa hacerla volver?

—Simple— respondí—, le daré lo que quiere.

LA PROFECÍA DEL REGRESO - Libro II de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora