Perdí el sentido en aquel maldito hoyo sin fin. No sé cuánto tiempo habré estado cayendo, lo cierto es que pensé que había muerto. Pero la caída en aquel pozo, que yo había creído era el final, fue en realidad un nuevo principio...
LA PROFECÍA DEL R...
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CAPÍTULO 72
Con las manos temblorosas, me agarré la cabeza. El hilo de esperanza de que Dana estuviera con vida volvió a cortarse, esta vez, para siempre. Humberto había arruinado mis planes. Humberto la había matado. Un fuego de furia me invadió el cuerpo. Maldito décimo Antiguo, se suponía que debía ayudarme, guiarme hacia la Luz, y todo lo que hizo fue quitarme lo que más me importaba en la vida.
Levanté la vista con los ojos llorosos y lo vi allí sentado, impasible, los dedos entrelazados, las manos apoyadas sobre la mesa, me miraba sin emoción. Maldito. En un arranque de ira, me levanté y fui hasta la vitrina. Saqué la espada y giré, desenvainándola en un solo movimiento. Apoye la afilada hoja sobre el costado de su cuello. Mi mano izquierda temblaba cerrada en un puño, pero mi mano derecha apretaba la empuñadura de la espada, sosteniéndola firmemente, lista para cortar a aquel maldito.
En contraste con mi agitada respiración, la de él era tranquila. Bajó los ojos hacia la mesa, y se mantuvo allí, inmóvil, en silencio, sin intentar suplicar, sin intentar detenerme. Su actitud solo me enfurecía más. Presioné más la hoja contra el costado de su cuello.
—Si crees que merezco morir, hazlo— me dijo, cerrando los ojos—, pero eso no va a revivirla.
—Tú la mataste— dije con los dientes apretados, el corazón latiendo furioso, la mano apretando la empuñadura tan fuerte que me dolía.
—No confundas las cosas, el que la mató fue Bress— dijo él con calma.
—Pero tú dejaste que ella cayera en sus manos. Tú permitiste que él la torturara y la matara— le retruqué.
—¿Estás seguro? Creo que ese fuiste tú— respondió él, levantando su mirada impasible hacia mí.
Con un grito separé la hoja de su cuello, y tomando impulso, sostuve la espada con las dos manos dispuesto a decapitarlo, tal como lo había hecho con Bress. Bajé la espada con todas mis fuerzas hacia su cabeza. Él no se movió un solo centímetro, solo respiró hondo y cerró los ojos. En el último segundo, cambié el ángulo del golpe. La hoja de la espada pasó limpiamente por encima de su cabeza. El movimiento imparable siguió su curso, mis brazos muertos hicieron peso hacia abajo, cambiando el ángulo del movimiento de manera que la espada terminó golpeando la enorme mesa. Temblando de pies a cabeza, solté la espada y me desplomé sobre mi silla.
Humberto tenía razón, Dana estaba muerta por mi culpa, porque yo había roto la promesa de confiar en ella, de protegerla. Agarrándome nuevamente la cabeza, lloré amargamente.
Nora entró corriendo por la puerta que venía de la sala. Seguramente, había escuchado el grito y el golpe. Miró de soslayo a Humberto y se arrodilló junto a mí.
—¿Se encuentra bien?— me preguntó.
—Dana está muerta, Nora— le dije llorando. Ella me abrazó con ternura y me besó la cabeza.