Capítulo 50

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Se produjo un silencio mortal en aquel camerino, ninguno de los presentes había emitido el menor sonido. Victoria y César estaban muriéndose de los nervios y de su boca no salía ni siquiera un intento de palabra. Ella tenía las mejillas encendidas por la vergüenza y él no encontraba ni hacia donde mirar. No era la primera vez que la pareja se veía descubierta de esa manera, en tantos años de relación muchas veces habían sido cachados por algún compañero en esa situación tan comprometedora. Más de uno los había agarrado tal cual Andrés lo hacía ahora, y sin más remedio se terminaba volviendo su cómplice… pero cómo saber si con el muchacho sería igual. No quedaba sino enfrentarlo y ver qué pasaba.

—Andrés espera, no te vayas. —le pidió César cuando vio sus intenciones de marcharse.

—Yo creo que lo mejor es que me retire, discúlpenme, no quería aparecer así, la puerta estaba entreabierta. —logró decir avergonzado el hombre que apenas había cruzado el marco de la puerta.

—No Andrés, no tienes que disculparte, al contrario, creo nosotros te debemos una explicación. —decía Victoria sin atreverse siquiera a mirarlo a los ojos.

—No, por favor, ustedes no me deben ninguna explicación y yo no tengo ningún derecho a pedírsela. —bajó la cabeza al ver el rostro de ella pintado de un ligero color rojizo y sintió de repente que el suyo también se ponía del mismo color. 

—De todos modos, quédate, nos gustaría hablar contigo, no queremos que pienses que esto que viste es… —Andrés lo interrumpía.

—De verdad, no me tienen que explicar nada, lo que yo piense no es importante, yo no tengo intenciones de juzgarlos ni mucho menos, sigo admirándolos y respetándolos a los dos. Me tengo que ir, por favor vuelvo y les pido disculpas, no hubiera querido asomarme así, perdónenme. Con permiso… —sin atreverse a mirarlos directamente se fue de allí a toda prisa.

—No dejó que le dijéramos nada. —comentó Victoria pasándose una mano por el pelo.

—Estaba avergonzado, se le notaba, ni siquiera se atrevía a mirarnos, y no es para menos. —la miró y vio que ella aún tenía la cara roja por la pena. —Tú estás igual. —dejó escapar un pequeña risita, ella lo fulminó con la mirada.

—¿Acaso es momento para reírse César? —cuestionó molesta. —No verdad, pues entonces para de hacerlo. —le espetó encabronada.

—Ya perdón, no te enojes.

—Todo esto es tu culpa.

—¿Cómo carajo es mi culpa? La que me besó sin importar que la puerta estuviese abierta fuiste tú. —se defendió de inmediato.

—Ay sí, yo te obligué verdad, te forcé a que me pusieras las manos en el trasero y me toquetearas así. —irónica.

—Bueno ya Victoria, yo tampoco te obligué a que te dejaras manosear. —la escuchó refunfuñar por lo bajo pero no entendió lo que dijo. —Te recuerdo que yo sigo enojado contigo.

—Por Dios, ya olvida eso, no seas tan exagerado, hice algo que estuvo fuera de lugar sí, pero te pedí perdón ya. —enojada. —¿Qué quieres, que me arrodille?

Él hizo contacto visual con ella y una pequeña y lujuriosa sonrisa afloró en sus labios.

—Depende para qué, mi reina.

SECRETO A VOCESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora