memorias reprimidas

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FEBRERO 2005. PORT ÁNGELES, WASHINGTON

Inferna llegó al tercer y último piso. Y tenía unas ideas bastante claras sobre la misma:

Primero: la casa estaba bañada de colores oscuros. No importaba que tanta luz entrará por los ventanales gigantes que rodeaban toda la casa con excepción del garaje, las paredes interiores eran de color gris oscuro, los pisos y los muebles eran de madera oscura, todo lo que no era de madera era negro y las luces tenían una tonalidad amarillenta. Y eso a Inferna le gustaba.

Segundo: por toda la casa habían baños. Muchos baños muy bien equipados.

Tercero: la edificación tenía referencias a la cultura griega y romana por toda ella y de forma sutil. Casi se volvían parte de la decoración.

Cuarto: tenía que hacer más cardio.

Cuando la chica llegó al tercer piso solo pudo admirar la hermosa y espaciosa sala principal, de un color crema amarillento. La cual tenía un piano de cola en una tarima. Había un anaquel de madera oscura -pero esta era marrón y no negra- en la pared secante a la que estaba detrás del piano, de esos que se hayan en las guarderías. Cubiles que se usan para poner sus cosas. En ellos habían muchas hojas. Inferna se acercó al muebles. Sobre cada cubil había una placa dorada con escritura repujada en griego antiguo. Bach, Vivaldi, Tchaikovsky, Juan Gabriel, Chopin, Músorgski, Saint-Saëns, Chaikovski, Beethoven, David Guetta... la lista seguía por muchos cuadrados más. Junto a anaquel habían unos atriles, un chelo, un arpa y un violín. En la repisa superior del anaquel había un moderno equipo de música con cientos de botones y aún más pequeños amplificadores que estaban apilados uno sobre otro creando un patrón irregular y muy hermoso.

La azabache suspiró. Dirigió su mirada hacia la pared frente a los cubiles. Era una pared de espejos. Cruzada en el centro por una barandilla horizontal de madera del mismo tono que los cubiles daba justo a la altura de las caderas. Sonrió encantada al ver que su padre se había acordado de lo mucho que significa la música y el arte para ella.

-gracias papá- susurró mientras caminaba hasta quedar frente a barra. Se quito la chaqueta y los zapatos, quedando en calcetines y si top escotado. Posó su mano con cuidado en ella. Casi inmediatamente adoptó la posición de ballet. Esa tan natural en ella. Estiró su cuerpo

-tendú- susurro. Y su cuerpo se movió rápidamente para adoptar la posición requerida.

De la nada unas suaves notas se empezaron a escuchar en la habitación. Volteó y se encontró con Nico, sentado en el piano, tocando una introducción a una canción de seguro compuesta por él. Se alejó de la barra y empezó a sentir la música, era triste. La melancolía inundaba las notas. No sé aguantó y empezó a bailar

el ballet le traía tantos recuerdos. Fue algo que le salió un día cuando las ninfas la invitaron a bailar y la música de la lira, la cítara y el aulos cobraron vida en su cuerpo. Haciendo que se mueva como si tuviera algo que le dijera que hacer. Al día siguiente de ese momento apareció una cabaña junto a de artes y oficios en la que había material artístico de todo tipo. Desde pinceles hasta ropa de bailes de todo tipo.

El ballet le traía muchos recuerdos. Recuerdos que no podían ser suyos. Pues solo eran sueños. O al menos así los creía ella. Más no lo sentía así. Ella creía que los recuerdos eran suyos. Ella lo sabía. Pues ella se podía reconocer.

Se reconocía con un vestido azul y un lazo en sus azabache y corta cabellera en una fiesta en la que ella era la dueña. Ella en un estudio de danza. Ella en el bosque. Ella en lecciones de piano. Ella haciendo deportes. Ella haciendo postres. En todos los recuerdos había personas con ella. Personas con un gusto exquisito en su forma de vestir. Pálidos como la cal y sin rostro ni voz pero que igualmente la llamaban, aunque no por su nombre.

-osita, ven aquí amor...

-¿donde esta mi sobrina favorita?

-¿Hija, donde estás?

Esas voces no dejaban de resonar en su cabeza. La atormentaban día y noche.

Si tan solo Leo estuviera ahí para calmarla. Ayudarla a no pensar en las voces de su cabeza y su inminente y próxima muerte, que , aunque cerca, nadie aparte de ella se dignaba a aceptar.

Inferna Heller BlackDonde viven las historias. Descúbrelo ahora