4. Ocho años

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Él camina a pocos pasos de mí, pero cuando se gira y me sonríe, mi corazón se aprieta. Una expresión simple y limpia, pero suficiente para hablarme sin necesidad de palabras. Su melancólica y burlona sonrisa me atraviesa, como si sus labios fueran los únicos capaces de despertar mi alma.

Sostiene una pequeña carpeta con sus informes laborales y académicos en su brazo izquierdo, mientras que con la mano derecha me hace un gesto para que se la tome. Y cuando lo hago, cuando nuestras pieles se rozan y nuestros dedos se entrelazan, siento que estoy a salvo. Que el mundo podría acabarse en este instante, pero si estoy con él, nunca moriré relámete, porque el amor verdadero nunca muere.

Abro los ojos lentamente. La luz del sol inunda mi habitación, obligándome a parpadear varias veces. Tengo la tentación de cerrarlos de nuevo y regresar a esa increíble sensación que aún resuena en mi cuerpo, pero sé que ya estoy completamente despierta.

Otra vez esos sueños.

La luz entra por la ventana en un ángulo perfecto, iluminando mi cama.

Seguramente fue mamá quien subió la persiana mientras dormía, y aunque en otro momento me habría molestado, hoy lo agradezco. El problema es que hoy es sábado, y debería poder dormir hasta más tarde. Sin embargo, hoy no es un día cualquiera: hoy mamá dará a luz.

Lleva días con retraso y sin romper aguas, pero el dolor que la acompaña desde hace dos días ha llegado a ser insoportable. Los médicos le explicaron que no pueden esperar más tiempo para inducir el parto sin asumir riesgos para ella y el bebé.

Definitivamente, no quiero pasar por eso nunca en la vida.

Coloco primero el pie derecho en el suelo, como siempre. Tengo la firme convicción de que si empiezo el día apoyando el izquierdo, todo saldrá mal.

Observo la ropa doblada sobre el escritorio cuando papá llama a la puerta entreabierta, sosteniendo una sillita de bebé en una mano.

—Buenos días, cielo —dice con una sonrisa—. Vístete con la ropa que te dejé y baja a desayunar. He hecho mi receta secreta de tortitas —guiña un ojo.

Desde que me dijeron que iba a ser hermana mayor, mis padres se han esmerado en hacerme sentir especial. Me han consentido más de lo normal y han tenido largas charlas conmigo sobre lo maravilloso que será tener a alguien con quien jugar. También han insistido en que nos querrán a las dos por igual. Pero, si soy honesta, cuando recibí la noticia, no me lo tomé nada bien. Siempre he sido la prioridad de mamá y papá. Sus regalos, su tiempo, su cariño... todo ha sido para mí. Ahora tendré que compartirlo con otra persona, y lo peor es que, mientras sea un bebé, yo pasaré a un segundo plano.

Suspiro y me visto con la camisa blanca y los pantalones crema. Me cepillo el cabello y aplico el producto anti—encrespamiento que mamá me compró.

Mientras desayuno, descubro que papá tenía razón: unas buenas tortitas pueden hacerme sentir mejor. Sin embargo, no dejo de observar a mamá. Su rostro refleja el agotamiento, su cabello ha perdido el brillo dorado y sus labios ya no llevan aquel labial rojo que solía prometerme que usaría yo cuando creciera. Se sujeta el vientre con una mano mientras revisa el equipaje del bebé con la otra. Detiene sus movimientos de vez en cuando, respirando profundamente, intentando calmar el dolor.

Justo cuando estamos por salir, mamá se queja de un dolor agudo en el estómago y un líquido viscoso se extiende por el suelo de la entrada. Papá se pone nervioso, pero en su voz hay cierto alivio: el bebé ha decidido adelantarse y nacer de forma natural, evitando la inducción.

En el coche, mamá jadea y aprieta la manilla sobre la ventanilla. Papá le llama "contracciones". Ella inspira y expira profundamente, tratando de contener los gritos para no asustarme. Gracias a la obsesión de papá por ensayar el trayecto hasta el hospital, llegamos en pocos minutos. Varias enfermeras la reciben con una silla de ruedas.

Mientras los médicos la revisan, una enfermera informa que su habitación aún no está lista. Papá no deja de mirarme, preocupado porque me quede sola, pero entonces saca su teléfono y marca un número antes de pasármelo.

— Contesta, cielo —me dice con urgencia.

Tomo el teléfono, dudosa.

— ¿Sí...? —digo con inseguridad.

— ¿Cómo que sí? Si has llamado tú —responde una voz al otro lado.

Maldición. Henrik. Otra vez él.

— Eh... creo que voy a quedarme sola en el hospital. Creo que tus padres deben venir.

— Lo sabemos, ya estamos de camino. ¿Algo más?

—No... sólo creo que mi papá quería asegurarse de que alguien se quedara conmigo.

—Ya vamos, nos quedan pocos minutos.

Podría colgar, pero la curiosidad me vence.

—¿Por qué contestaste tú? ¿Sabías que era yo?

—Mi padre conduce y mi madre está llamando a alguien de tu familia —dice con su típico tono impersonal.

Escucho a Martha decir de fondo: "Henrik, sé amable, por favor". Me río. Él suspira, y sé que probablemente ha puesto los ojos en blanco.

—Ya llegamos —dice con fastidio.

—Está bien... gracias. Nos vemos ahora —trato de sonar amable.

Pero me cuelga.

Bloqueo el teléfono y suspiro. Mientras espero a papá, toco mi cabello. Ha crecido un par de centímetros desde el mes pasado, pero no puedo evitar pensar en lo largo que sería si Henrik no me hubiera cortado la trenza. Me entristece recordarlo.

Cuando por fin entran las enfermeras para llevarse a mamá, apenas tiene fuerzas para despedirse de mí. Papá besa mi cabeza antes de seguirla. Martha y George llegan poco después, rodeándome con ternura.

—Nos quedamos contigo, no te preocupes —asegura Martha.

Nos dirigimos a la sala de espera. Henrik se sienta a mi lado, silencioso. De repente, siento un leve tirón en el cabello.

—¡Auch! —me quejo, aunque ha sido demasiado suave para ser él.

Lo miro, pero Henrik esconde sus manos en los bolsillos con rapidez. Su mirada evita la mía.

Decido ignorarlo y me acerco a Mercy. Pero antes de dar un paso más, escucho un susurro casi inaudible:

—Lo siento.

Me detengo, sorprendida. ¿Henrik acaba de pedirme disculpas? ¿Nuestro Henrik?

—¿Qué? —pregunto, desconcertada.

Pero él no repite sus palabras.

Dos horas después, un doctor se acerca a Martha con una sonrisa.

—Ya eres hermana mayor —me dice tras hablar con él.

Sonrío de oreja a oreja, con la emoción recorriéndome el cuerpo. Me pregunto si mi hermanita se parecerá a papá, como yo, o a mamá.

Mientras caminamos por los pasillos del hospital, el ambiente cambia. Un accidente ha colapsado la sala de urgencias. Martha se aferra el pecho al ver a las personas heridas. El pasillo se estrecha por la cantidad de camillas y, sin pensarlo, Henrik extiende su mano hacia mí.

—No me sueltes —dice con un tono tan cálido que, por primera vez, me hace sentir protegida.

No lo haré.

LA CHICA CON EL ALMA DE HIERRO | Libro I Y IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora