1
Cuando Yoongi abrió los ojos, lo único que vio fue a su madre entrando por la puerta con una botella de vino barato en la mano y una luz golpearle los ojos sin misericordia. Ya era de mañana. El cantar de los pájaros y los autos pasando cada tanto lo delataban con extremo fulgor.
Sentía el trasero entumecido. Trató de mover sus dedos de la mano, sin embargo, no respondían más que para temblar y doblarse por el frío. Su sudadera no sólo se había humedecido con el pasar de las horas; estaba empapada del cuello hasta los bolsillos y mediante Yoongi más trataba de levantarse, más se pegaba a su torso, ignorando la presencia de una camiseta debajo.
Apartó los brazos de su cadera y se rascó los párpados con gran esfuerzo. Levantó el brazo izquierdo para comprobar qué hora apuntaban las agujas de su reloj. Cinco para las siete de la mañana. Aún tenía tiempo de comer algo y tomarse una ducha, (si es que podía llegar al baño o la cocina) antes de ir al instituto, donde la viva imagen de su mentira lo esperaría después de clases en la biblioteca como de costumbre.
Aunque sonara morboso e inquietante: la culpa ya no carcomía tanto su conciencia. Puede que haya algo (muy poco), pero lo valía por Jimin. Yoongi había hecho énfasis en el tema por la madrugada, cuando los colores del cielo variaban y un indigente se detuvo en la cerca de su casa para pedirle monedas. Todo ese asunto de la mentira no valía la pena. ¿Por qué razón gastar tiempo en semejante cosa sin importancia? ¡Sólo fue una mentira piadosa, nada más, una mentirita blanca! «Sí, todo lo que quieras—restregó su conciencia—, pero con una mentira piadosa los asesinos se convirtieron en lo que son: asesinos, y nada más.»
Ella exageraba, y las ganas de hacerle caso ésta vez, a Yoongi, le parecían escasas y bajas en presupuesto. Por esa misma razón trató de despejar sus habituales pensamientos negativos y se levantó con pesadumbre con dirección a su habitación. Allí estaban sus pastillas, y podrían salvarlo de esta (o eso decía su psiquiatra en esas ocasiones en que sentía no poder controlarse). Con cuidado, atravesó la puerta media-abierta y desconfiadamente, recorrió el pasillo observando por el rabillo del ojo la cocina por si alguna presencia femenina la abundaba. Para su sorpresa, no había nada más que un refrigerador abandonado y un grifo que no parecía tener intención de dejar de gotear hasta que el agua en el mundo se volviese escasa. Luego Yoongi lo revisaría, pero ahora lo que importaba eran las pastillas. Las necesitaba tanto en sus manos. Ya sentía poder abrir el frasco y también, el impacto de su dura contextura entre las yemas de sus dedos.
Subió el primer escalón. El sabor agridulce del medicamento comenzaba a surgir en su paladar. La lengua comenzaba a explorar en su boca como si se tratara de una joven virgen y una mano inexperimentada pero ansiosa por el saber. Al segundo escalón ya era tanta la necesidad que olvidó los demás y subió sin importarle nada aparte de sus pastillas. Cuando llegó al pasillo en un abrir de ojos, notó algo extraño. Algo andaba mal, y no solamente con él, sino...respecto a todo. Respecto a la alfombra roja arrugada en el suelo y a la puerta de su habitación media-abierta. Yoongi jamás la dejaba de ese modo; ni a la puerta, ni a la alfombra.
Sintió un escalofrío recorrer su nuca y terminar por debajo de sus talones. No era buena idea entrar. ¿Quién sabía qué podría esperarle detrás de aquella ahora tan tenebrosa puerta? Ni pensarlo. Ser el protagonista de una obra de terror no era lo suyo, qué tomara el papel Jack Nicholson, porque Min Yoongi sólo lo haría si estuviese loco y, para su gran fortuna, así sentía que estaba: loco, y más que desquiciado por una maldita pastilla de mierda que no haría más que engañarlo y convencerlo de que «estaba bien». Exactamente: ¿Qué era «estar bien»? ¿Quién en el mundo «estaba bien»?
Menudo planeta de mierda en el que vivimos y todavía nos dan pastillas para simular que todo «está bien», pensó Yoongi acercándose paso a paso al picaporte de su habitación, «estar bien» mis malditos cojones.