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«Ve al puente del parque que está cerca del centro comercial. No preguntes.»
Jungkook enterraba sus pies en la nieve.
Pasado unos veinte minutos desde la llegada del mensaje, seguía preguntándose por qué había tomado sus botas de goma y su larga chaqueta de cuero artificial para salir al viento polar que esperaría por él cuando diese un paso fuera de casa.
Ella jamás le mandaba mensajes, quizá por eso creyó que debía ir sin importar qué. También estaba el hecho de que el reloj de su pared apuntaba las doce de la madrugada y ella estuviese en problemas, lo cual a Jungkook no le resultaría raro. La chica tenía impresionantes aires de primer sargento; simplemente no podía quedarse callada y no expresar su opinión. Eso la llevó, junto a Jungkook, a establecer el mandato sobre la clase y ser la delegada. Aunque no le fue suficiente, pues ella quería ocupar el puesto de presidenta del Consejo Estudiantil, sin embargo, debía esperarse hasta el próximo año para presentarse a las votaciones. Una verdadera lástima.
Sin embargo, cuando Jungkook se encontró en el desierto puente, lo único que sentía consigo era la nieve que envolvía hasta sus tobillos, acompañadas de unas ganas de golpearse por haber caído en una broma. Porque podía postar que seguramente habría sido eso: una broma, y él había caído de lo lindo, para que luego, mañana por la mañana, le pegaran en la espalda carteles fluorescentes de «te lo creíste», escrito en tinta negra y con letra desprolija.
¡Pero a quién engañaba!
Esa hipótesis estaba del todo equivocada. Completamente errónea.Nadie lo molestaba, era el maldito favorito de toda la clase (y quizá de la escuela) y él no se daba ni la más mínima cuenta.
Bueno en los deportes, también en cálculo y literatura (aunque inglés era su némesis). Con buena cara y un cuerpo que los demás chicos de su edad envidiaban pero el cuál las chicas querían sentir por las mañanas, Jungkook era el chico más perfecto que hubiese tocado aquél instituto de Seúl. Pero era demasiado distraído como para notarlo, además, le faltaba seguridad, y trataba de compensarla con entrenamiento. Horas de ejercicio y mantener la mente abierta hacen a un buen hombre, decía su padre.
Apoyó los antebrazos sobre la barandilla del puente. Desde allí, la vista era incomparable. Casi irreal. Los copos se diluían apenas tocar la superficie del lago y los árboles se movían en armonía con el viento que sacudía sus ramas, sin piedad.
A su madre le hubiese encantado ver tan espléndido paisaje. Era una lástima que, desde le ventana del hospital, lo único que se pudiese ver fuese el gris estacionamiento y a gente fumándose un cigarrillo, pensando detenidamente en cada pitada sobre el futuro y los problemas que les traería el llevar con los gastos del hospedaje. Los precios suben tal como la gente anhela mejoras, dijo su madre, y mientras le alcanzaba sus medicamentos, a Jungkook le pareció que esta llevaba razón.
Volvió a posar su mirada en los copos. Algunos se notaban más simétricos y bellos que otros, pero, de todas formas, dejaban de existir sin excepción, al hacer contacto con el agua. «Dejar de existir», se planteó Jungkook en la cabeza, y ese pensamiento fue recorriendo los caminos de sus cerebros hasta dar con un sujeto en especial.
Enterró los dedos en las raíces de su castaño cabello.
Desde temprano la anomalía deambulaba por los pasillos, buscando a quién acechar con ocurrencias fuera de lo normal. No habría sido raro que un pensamiento suicida se cruzara por la mente de Yoongi. Golpes y moretones. Llantos que no parecían cesar. Todo en conjunto podría hacer explotar una cabeza, y más si se trataba de aquél chico de pelos azabaches.