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Sintió una presión en sus labios y cerró los ojos.
Ojalá no lo hubiese hecho, porque cuando los abrió ya no descansaba en una cama de cualquier habitación de Seúl.
Yoongi estaba en la cocina de su casa. No en su cuarto, la sala o el comedor, no; estaba descalzo, con pantalones cortos y una camiseta desteñida que aparentaba haber sido amarilla hasta hace un tiempo, de pie en una baldosa con flores dibujadas que, en algún año, habían sido violetas en vez de aquélla extraña mezcla de lila con cualquier otro color nefasto.
Pero la cocina se notaba inusual.
El refrigerador, la mesada, el fregadero y las sillas habían desaparecido. Los lugares donde se suponía que debían estar se llenaban de polvo y tierra, combinado con una gran aura de extrañeza que lo hacía tiritar de pies a cabeza.Cada habitación estaba vacía. Lo sabía aun sin haberse movido un milímetro del lugar y sin haber espiado (como le decía su madre a los cinco) por los mugrientos pasillos.
Yoongi tragó saliva y se miró las manos. Una vez más, estaba pasando. Sus palmas temblorosas y su falta de pulso se lo comprobaron.
Solamente debía volver la cabeza y la vería...Allí estaba su madre, con aquél famoso cinturón negro en la mano y una sonrisa malévola dibujada sobre la comisura de sus labios. Sonreía, y Yoongi supo enseguida lo que iba a pasar con él. Lo sabía y, aun así, se mantuvo quieto. Porque sus pequeñas manos y su ropa de color pastel le advertían que era un niño. Pero él ya no usaba esa ropa y en la actualidad, su madre ya tenía patas de gallo adornándole con énfasis la zona de los ojos. Porque él ya no era un niño de ocho años y, lo más coherente, es que fuera un sueño.
Otra vez ese sueño.
Aquélla silueta de blanco y negro que seguía agobiándolo al pasar de los años y que estaba mirándole fijo, movía su cabeza lentamente de izquierda a derecha y al revés.
El Yoongi dormido apretó los párpados, uno contra uno, con toda la fuerza que su subconsciente pudo permitirle.
Cuánto odiaba soñar. Lo detestaba desde que su madre le había...
—¿Te había qué, Yoonie? ¿Te había qué, hijo mío?—Ella seguía sonriendo.
El niño tragó saliva.
Le había dado su merecido. Recordaba todo con lujo de detalle.
Volvería a pasar. Por eso estaba allí, de pie, en el suelo de la famosa cocina. La escena cobraba vida otra vez, como había ocurrido hacía ocho años, y como se repitió en su inocente mente por un año en el cual no tuvo más opción que verla azotándolo con un cinturón de cuero cada noche, cuando cerraba los ojos y se suponía que debía estar descansando, como cualquier otro niño de su edad. Cuando cada mañana, despertaba con la entrepierna mojada y sollozos que callaba con las dos temblorosas manos. «Shhh—se decía entre susurros en esos momentos, bajo su manta—, te escuchará y no quieres que lo haga, porque o sino te golpeará y te dolerá mucho, mucho. Como aquella vez, ¿recuerdas? Y no quieres que te duela, ¿verdad? No, no quieres. Así que guarda silencio, ¿sí? Tú puedes, ya sabes lo que siempre dice papá: eres un campeón. Por eso, cuando él vuelva, cuéntale lo valiente que fuiste y ahora deja de llorar, anda. Ponte los tennis rojos que sé que no te gustan, pero no importa eso ahora. Arriba, arriba, qué hay que ir a la escuela. »
Pero su padre jamás volvió, y Yoongi jamás pudo contarle lo valiente que fue.
Esa etapa de su vida estaba oculta en sus recuerdos a la edad de dieciséis años...él mismo los hacía mantenerse así...casi irrecuperables y sin sentido. Pero en ese sueño que estaba viviendo nuevamente en carne propia, en esa pesadilla que volvía a plasmarse en su cabeza, los recuerdos volvían a su memoria como si jamás se hubiesen marchitado y enterrado bajo lo más profundo de su asqueroso ser.
—¡Déjame!—suplicó, cubriendo su cabeza.
No, no debía gritar porque empeoraría. Ella se lo había advertido de pie, haciendo impactar el cuero contra su piernas desnudas...Por cada mamá que él gritase, ella duplicaría la intensidad de los azotes. Y si pedía que se detuviese, ¡quién lo compadeciera!
El pequeño niño temblaba en posición fetal tendido sobre las duras baldosas. Suplicando, rogándole en silencio a Dios que la hiciera parar porque el dolor aumentaba y lo sentía triturar cada parte de su ser...pero él no lo hizo y la mujer le pegó lo suficiente para que comprendiera que nadie lo ayudaría incluso si pudiera y que a Dios no le importaba si un niño estaba siendo amordazado por su propia madre, en medio de la cocina donde ella antes preparaba dulcemente la comida para su familia.
—Yoonie...—Detuvo los azotes y comenzó a pasar el cinturón de una mano a otra.—Si le dices a mami donde están las medicinas haré que duela menos. Lo prometo, pero sólo si me dices donde están...
Desde el frío suelo, Yoongi se abrió de ojos lo más que pudo. Ella hablaba de las medicinas justo como lo hacía en la mañana; justamente como lo hacía su misma madre; la mamá de la vida real, la que no se diferenciaba por mucho de aquella maníaca que tenía en frente, la que lo golpeó hace ocho años de la misma forma y la que lo había incitado a matarse hace un día; la que lo había llevado a querer acabar con su vida de una vez.
Yoongi se escurrió lentamente por el suelo hasta llegar a la intersección con el pasillo y, apoyándose contra el marco de la entrada de la cocina, logró levantarse.
Debía huir de allí. De esa pesadilla tan sobrenatural que estaba experimentado a carne viva. ¿Por qué todo se sentía tan real? ¿Es que la madre real se infiltró en sus sueños? ¡Menuda payasada!
Yoongi no ya no tenía ocho años, sabía diferenciar muy bien lo falso con lo real. Pero ese sueño...el de las paredes desnudas y pasillos descuidados se le estaba yendo de las manos. Lo sintió cuando estaba a punto de tocar la perilla de la puerta principal y una mano se aferró a su tobillo. Una delgada, pálida y tiesa mano que le impedía salir.
Quería gritarle que lo soltase de una vez y lo dejara terminar con la maldita pesadilla, pero, cuando él volvió su mirada amenazante, sintió a los ojos de su madre penetrar su alma por la garganta hasta el pecho.
—¿Creías que podías irte sin darme mi medicina, Yoonie?
Se estaba quedando sin aire y ni Dios ni nadie lo ayudaría a salir de esa prisión que habitaba en su cabeza desde hacía mucho tiempo. Desde el suelo, su madre seguía viéndolo con esa prenda blanca que había usado la mañana anterior.
—¡No irás a ningún lado!
Y por un instante, el pequeño Yoongi de ocho con piel de porcelana y el corazón acelerado, le creyó.