XXXV. LA DESAPARICIÓN DE MIN YOONGI.

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Jimin se siente extraño.

Como si hubiera entrado en una especie de sueño en el que la silueta de Yoongi ya no volvía a aparecerse por delante de sus ojos. Sintió escalofríos. Apenas eran las ocho y una de la mañana del mismo lunes, y los acontecimientos no hacían más que acumularse y acumularse en su cabeza, uno tras otro. Primero estaba la discusión de sus padres ayer, que había llegado a ser mucho más que una simple pelea de pareja de casados (aunque le costara aceptarlo.)

Aún le costaba sacarse de la mente el rostro pálido de su madre a altas horas de la madrugada, y esos malditos trozos de vidrio esparcidos en la alfombra que tanto amaba la mujer. Cuánto impactó a Jimin verlos... El frío que entraba por la puerta principal lo petrificó de pie a cabeza, como a una estatua. Creyó que jamás olvidaría ese sentimiento hasta que su madre volvió a repetirle que fuera a dormir. No le hizo caso y bajó los peldaños restantes. La mujer lo observaba desde el suelo, expectante de lo que su hijo haría. Abandonó la idea de repetirle por tercera vez que volviese a la cama, e incluso decirle que olvidara todo lo que había visto desde que salió de entre las sábanas, pero conocía al chico. Conocía a su hijo... Y su hijo la conocía a ella. Entonces supo que él no volvería a tocar los peldaños de la escalera hasta saber lo qué había ocurrido, o hasta confirmar lo que ocurrió. Jimin sabía que él era el motivo principal de las discusiones de sus padres, después de todo era el factor problema: El errado. El chico al que les gustaban los demás chicos. Por eso en medio de ese desastre le hizo una pregunta lo suficientemente dañina para dejarla sin palabras:—¿Es culpa mía que estés en el suelo, mamá?

Ella se quebró. Las palabras se desvanecieron de su boca tras lo dicho por su hijo, que permaneció de pie, mirándola, como si lo que dijera de ese momento en adelante desencadenara una futura gran decisión.  Le entró pánico de sólo pensar que si no decía lo correcto, lo que no alcanzara dañar la preciada joya que le resultaba ser su hijo, lo quebraría.

—Claro que no, cariño...—había dicho—. Tú sabes cómo somos papá y yo; discutimos por cualquier cosa sin importancia.

Jimin dirigió su mirada a la botella y luego otra vez a su madre.

—¿Por algo sin importancia rompió esa botella y te hizo llorar?

—Qué decirte, a veces me pongo sentimental. Así somos las mamás.

—¿Podrías ser sincera conmigo...sólo ésta vez?

Las lagrimas comenzaron a escurrísele por las mejillas y aunque trató de retenerlas, eran invencibles contra su impulso de no dejarlas salir.

—Ve a dormir, cariño. Hazlo por mí...

—Es mi culpa.

—Él te ama... Es sólo que quiere lo mejor para ti, por eso actúa así: como idiota. Es su manera de ver las cosas... No le tienes que hacer caso. Se le va a pasar.

—¿Cuándo? ¿En dieciséis años más?

—Dale tiempo y se acostumbrará. Recién pasaron dos años desde que se lo dijiste. Debemos ser pacientes.

—¡Eso es mierda!

—¿Qué acabas de decir?

—¡Ser pacientes es una mierda!—reafirmó.

Su madre quedó boquiabierta. Estaba asombrada pero no del todo sorprendida por las palabras de Jimin. Él se levantó del suelo, la miró desolado y volvió a subir los peldaños de las escaleras. Esa sería la última vez que lo vería con su alegre cabello rosa, pero claro que no lo sabía. Jimin le robó el tinte negro que ella acostumbraba usar para cubrir las canas a los veinte minutos de su discusión. Su primera discusión en más de diez años y para su desgracia: no se trató sobre qué par de zapatillas llevaría a la escuela.

LA LOCURA DE MIN YOONGIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora