Buenos Aires, 1936.
Gregoria me prepara la ropa, solo lo hace los domingos y es la única atención que obtengo de su parte.
Ella ingresa a la habitación sin siquiera golpear, sin siquiera ver si sigo desnudo o no. Pues claro, ella es la dueña de la casa. Tapo mis partes con las manos al ver que no se acobarda por mi desnudes, en algún lugar de mí, lo pensé. Digo, verme desnudo debería darle algo de pudor. Con ella no ocurre.
Me siento en la cama con las manos en mi entrepierna tocando las partes impuras, las indebidas. Y sentir mis manos ahí es algo que aborrezco.
Deja el pantalón de vestir y la camisa blanca en la punta de la cama y coloca el saco en el respaldo de la silla.
Me quedo en silencio esperando a que me dé alguna instrucción, como ocurre siempre que me tiene cerca. Como su razón de vivir, como su oxígeno. Mi madre sale de la habitación sin siquiera mirarme y es algo que agradezco.
Observo mi reflejo en el espejo y me hago una raya al medio. Corro mi mechón hacia un costado y me pongo un poco gomina con esto se mantendrá en su lugar, por lo menos unas horas. Gregoria dice que todo tiene que estar en su lugar inclusive mi cabello. Ella no quiere que dé una mala impresión.
Llegamos a la parroquia, y todos vienen a saludarnos. Mi madre está impoluta, con un hermoso vestido beige que le llega a la rodilla, tiene puestas medias finas. Ella siempre dice que la mujer no debe mostrar su cuerpo solo al marido, si así lo apetece. Sus rulos color caoba están recogidos con una peineta y hoy pintó sus labios de color carmesí. Tiene puestos sus guantes blancos de encaje, que solo reserva para la iglesia.
Mi madre insiste que hay que saludar a todo aquel que se nos acerque, así que hago lo que ella me ha inculcado.
Mi padre, en cambio, baja del auto un poco después. Con un traje similar al mío; y también lo saludan a él. Sé que lo hacen por compromiso, mi padre es un buen benefactor de la Parroquia. No me gusta esta gente, pero mi madre se enfurece cuando no saludo o hablo con éstas señoras se hacen llamar "Las damas de beneficencia de la conservación de la fe" mi madre también integra este grupo que -según ellas- quieren promulgar la fe en todos los del barrio haciendo hincapié, en aquellos descarriados que se alejan del sendero del Señor.
Es muy común que todas las tardes, después de las cinco y antes de las seis cuando tocan la campana en la parroquia tomen el té en el lujoso patio de mi casa. No me gustan la ostentosidad, pero mi madre dice que no hay que renegar de lo que nos tocó.
Ellas se aproximan a toda prisa y saludan apenas apoyando sus mejillas.
Hoy a pesar de todo es mi día favorito de la semana.
Entramos a la fría y silenciosa iglesia y nos acomodamos en los primeros asientos.
La misa comienza y yo me encuentro un poco ansioso. Veo al párroco Miguel en el altar de espaldas a nosotros se voltea y mira directo a nosotros, hace un asentamiento a mi padre y Gregoria revolea los ojos en desaprobación.
-En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. -Nos guía el párroco.
Me persigno con lentitud imitando los movimientos del Párroco Miguel y me quedo con los dedos en mis labios cuando observo a Lucas. Siento la humedad y la tibieza en mis dedos y por mera curiosidad levanto la vista y fijo mi atención al Monaguillo que me observa y dejo mis dedos ahí. Mientras él hace el mismo movimiento, como si estuviésemos en frente de un espejo. Meto mi dedo índice a mi boca y trago saliva espesa haciendo un ruido exagerado ante tan banal acción. Juego con este en mi entrada, mi lengua toca apenas mi falange.
Su rostro, su cuerpo y todo él está impasible no mueve ningún músculo y yo me pierdo en él y luego en el Cristo crucificado que tengo enfrente de mí y una punzada de culpa invade mi ser haciéndome doler el pecho. Saco mi dedo de mi boca y agacho la mirada a mis pies.
Soy un asqueroso pecador.
Lucas se queda de espaldas al altar. Vuelvo inevitablemente mi mirada a él y me causa gracia el atuendo que lleva puesto, una sotana blanca simbolizando la pureza, me saca una sonrisa ese pensamiento. Se voltea y dirige su mirada hacia mí, yo bajo la vista al instante apara no caer una vez en la tentación. Me quedo unos segundos jugando con mis dedos que siguen húmedos por mi saliva, y vuelvo otra vez a él con una necesidad desesperante. Aprieta sus labios reprimiendo una sonrisa, y yo me encuentro haciendo lo mismo que él. Me siento inquieto y me retuerzo en el asiento, haciendo fuerza con mis carnes hasta sentir la dureza de la madera en mis huesos. Duele, lo justo y necesario para recordar mi pecado.
Mi madre me aprieta el brazo y ordena que me quede quieto, apretando los dientes y frunciendo el ceño. Alza la vista a Lucas y luego a mí.
-Amén -decimos, todos al mismo tiempo.
-La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con ustedes.
-Y con tu espíritu -todos respondemos otra vez.
Lucas al ver la expresión de mi madre, se dirige apurado al Párroco Miguel, temeroso y un poco avergonzado.
Vuelve a su lugar, y entrelaza sus manos y las apoya adelante de él. Su pelo negro azabache resalta de la sonata blanca, al igual que su tez.
El párroco habla de los pecados y ahí me encuentro yo. Debería ser castigado hasta la muerte, ser quemado en la hoguera. Quiero arrancar estos sentimientos que me abruman, que hacen que mi garganta queme. Cierro los ojos unos segundos y me veo debajo de un árbol dibujando; mi gran pasión. La voz del Párroco Miguel me sobresalta.
-Para celebrar dignamente estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados.
Pecados.
Levanto la vista, temeroso, y él me está observando. Vuelvo mi mirada al piso.
-Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante ustedes, hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros, hermanos, que intercedas por mí ante Dios, nuestro Señor.
-Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna.
-Amén.
-Señor, ten piedad.
-Señor, ten piedad.
-Cristo, ten piedad.
-Cristo, ten piedad.
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Hacia el camino de la perfección
Historical FictionUna familia estrictamente religiosa, con padres ligados a la alta sociedad. Jeremías un adolescente, retraído, inteligente y por sobretodo; tímido. Conocerá el amor, en el lugar menos pensado y con la persona menos indicada. Y tratará...