Capítulo 21

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¿Por qué coméis y bebéis con publicanos y pecadores? Respondiendo Jesús, les dijo: Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento.

San Lucas 5:27-32

Camino hacia la finca con todo el peso en mi espalda. Irme de esta manera y con Lucas así... mi abuela. Si me quedo las cosas se pondrán peor de lo que ya están.

Se me cruza la idea de quedarme aquí, en Mendoza, pero descarto la idea de inmediato. Recuerdo cuando ví a Lucas todo golpeado y no voy a pasar por eso una vez más.

Subo las escaleras de dos en dos agitado y lleno de ira. Entro a la habitación y ahora sí, me dispongo a guardar todo en la valija.

Mis músculos no responden a mis acciones y siento el cuerpo demasiado pesado y lento.

La intensidad de sus palabras viene a mí mente martillándome las sienes.

¿Te avergonzás de lo que sentís?

Me siento un hijo de puta y es que lo soy. Sonrío sin ganas.

Saco de mi bolsillo el sobre. No tengo fuerzas para abrirlo y recuerdo la caja que escondí debajo de la cama.

Me arrodillo y levanto la madera y me encuentro con la pequeña caja inerte y burlona.

No deseo saber nada del pasado de mi abuelo, según él todo esto es importante. Sinceramente lo único que me importa en este instante es Lucas. Sé que la abuela está en buenas manos y qué Gregoria no esté en la finca será todo más sencillo.

Guardo todo a duras penas.

Abren la puerta sin pedir permiso y el ruido de sus tacos en el suelo de madera, la delatan.

-¿Ya estás listo?

-Me faltan algunas cosas todavía.

-No importa, cuando tu padre vuelva a Buenos Aires, él te las alcanzará. Veo que no te duchaste. Ya no hay tiempo.

-Dejame despedirme de la abuela.

-¿Por qué perder el tiempo en esa mujer, Jeremías?

-Porque es mi abuela.

-Si supiera.

¿Qué intenta decirme? Nada de lo que sale de esa mujer es confiable.

Gregoria aprieta los labios, mira hacia un costado y se aprieta el puente de la nariz.

-Está bien. -Se me acerca y me apunta con el dedo-. Nada de hablar con su padre. De él me encargo yo. ¿Me oyó?

Asiento con la cabeza.

-¡Respóndame! -grita.

-Sí -digo con la voz apenas audible.

-Sí, ¿qué?

-Sí, madre -articulo cada palabra con pausa.

-Mírese todo desalineado. -Inclino la cabeza hacia mi cuerpo y vuelvo la mirada a Gregoria acomodándome unos mechones sueltos detrás de la oreja-. Usted no parece hijo mío. ¿Qué he hecho mal en esta vida, Dios?

Tiene el tupé de invocar a Dios.

¡Descarada!

-Cambie esa cara que no ha muerto nadie, Jeremías -Sonríe de costado.

Bajo las escaleras con la valija en mis manos. Todo me resulta demasiado denso y estresante. Teresa me espera en la entrada y me brinda de un afectuoso abrazo.

Hacia el camino de la perfecciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora