—Señor Jesucristo... vives y reinas por los siglos de los siglos.
—Amén.
—La paz del Señor esté siempre con ustedes.
—Y con tu espíritu —todos en la parroquia respondemos. Miro de vuelta a Lucas, y él está inmerso en su tarea. Acomodando las hostias y el vino.
—Danos la paz.
Mi madre se persigna con demasiada rapidez, y sé que el juego de miradas con Lucas durante la misa me va a salir muy caro. Ella sale hecha una furia conmigo del brazo. Partimos a paso firme hacia las escalinatas, ni siquiera soy capaz de mirarla a los ojos. A penas relojeo su expresión y me indica que no es nada bueno. Mientras bajamos los escalones me tropiezo y caigo de rodillas, raspándome por arriba de la tela. Arde un poco. Pero sé que lo merezco. Ella ni se inmuta ante mi caída y mi cara de dolor. Me toma del brazo clavando su uñas y me deposita detrás del coche de mi padre haciéndome tambalear cuando me suelta de su agarre. Se quita el guante de encaje y sé lo que viene después de esto. Tomo aire para poder decir algo, pero su golpe no me da tiempo y me propicia de un cachetazo sonoro y doloroso en la mejilla izquierda haciéndome voltear el rostro a un lado.
—Qué sea la última vez que soy testigo de su inmundicia —susurra, apretando con fuerza los dientes, tiene los ojos inyectados. Me apunta con su dedo índice hermosamente pintado con el mismo color carmesí de sus labios.
Asiento con la cabeza mirando mis zapatos de charol llenos de polvo. Me siento avergonzado, humillado y culposo por el sufrimiento que le hago padecer a mi madre.
—¡Gregoria! —Las mujeres del club de la iglesia la llaman. Mi madre respira hondo, se acomoda la ropa y pone de nuevo su guante.
Siento todavía el calor en mi rostro producto de su golpe.
—¡Alinee esa ropa! —ordena, con el tono justo que solo ella sabe mantener. Hago lo que me pide y meto mi camisa de nuevo adentro del pantalón, acomodo mi cabello que salió disparado por el golpe y lustro mis zapatos con mis propios gemelos. Sacudo un poco mis rodillas y me quejo cuando toco mis raspones por sobre la tela—. Todo esto es su culpa, no la mía. Piense en eso.
Lo sé. Sé que es mi culpa y que todo esto es por mi causa.
Asiento con la cabeza gacha con la angustia atorada en mi pecho. No es momento de ser un chiquillo, no es momento de llorar. Cierro los ojos con fuerza reteniendo mis lágrimas, para que ninguna salga derramada, para que ninguna salga de mí traicionándome.
—¡Ahí estás, querida! —dice la mujer del dueño de la caballeriza que está junto a nuestra finca, su nombre es Ofelia, la misma señora que nos saludó en la entrada—. Te fuiste tan pronto mi querida, que pensábamos que no te ibas a despedir de nosotras.
—¡Oh! Lo lamento tanto, es que mi hijo se descompensó, —comenta mi madre y me siento peor aún. Ella se avergüenza de mí. Lo sé.
—Hijo, querido, ¿Te sentís mejor? —pregunta con un tono muy apacible la mujer.
—Sí, ya estoy mejor. Gracias por su preocupación —respondo avergonzado. Mi madre no me quita la mirada.
—Pensé que sería bueno ir a tomar el té a su casa si no le incomoda, me gustaría llevar a mi sobrina, así habla un poco con su hijo —le habla directo a mi madre; se alejan unos pasos de mí. Y la señora le comenta algo por lo bajo, pero no llego a oír con exactitud.
Me quedo inmóvil, hasta que mi madre aparece de nuevo, despistándose de la señora.
Mi madre le comenta a mi padre que las señoras de la iglesia, irán a la hora de la merienda. Mi padre se queda en silencio y niega con la cabeza.
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Hacia el camino de la perfección
Historical FictionUna familia estrictamente religiosa, con padres ligados a la alta sociedad. Jeremías un adolescente, retraído, inteligente y por sobretodo; tímido. Conocerá el amor, en el lugar menos pensado y con la persona menos indicada. Y tratará...