Capítulo 12: El rosedal

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Las yemas de mis dedos hormiguean y alzo mi mano para poder hacerlo.

Me toma de los hombros y me gira a él siento que mis manos arden, mueren por tocar su piel, por probar cada centímetro de él.

Fijo mi vista a sus ojos, a su boca. Acorto la distancia para poder besarlo.

—¡Jeremías, el abuelo despertó! —la abuela llama y el juego se diluye.

—Ya voy, abuela —grito, dentro del baño todavía mirando a Lucas a los ojos.

Él me observa serio, sin decir una palabra.

Abro la puerta y me acerco a ella.

—¿Te estabas por bañar?

—Sí, abuela. —carraspeo—. Lo hago más tarde. No te preocupes.

—¡Que grandes estás! ¡Estás tan hermoso! Debes tener a más de una china loca por vos, Pachi.

La abuela insiste en llamarme así. Debo confesar que todavía produce ese encanto en mí. Me recuerda a mi niñez.

El abuelo duerme en la habitación de huéspedes, ya que se le dificulta subir la escalera.

Entramos en la habitación y mi padre está sentado en la cama a un costado de él, tomándolo de la mano.

—¡Abuelo! —expreso, con congoja.

—Viniste, Pachi.

—Sí, abuelo acá estoy. —Me acerco a él y me abrazo a su cuello él palmea mi espalda.

Trato de retener mi llanto, pero se me hace casi imposible.

—Hijo, no llores. Aquí estoy, niño, estoy bien.

—Perdón, abuelo. —Me separo de él y me limpio la cara.

—Mire a su abuelo —pide—. Estás más alto, todo un hombre.

Las palabras del abuelo hacen que la culpa crezca y se aloje en mi pecho.

—¿Cómo está? —pregunta.

—Bien, abuelo.

Sigo limpiando las lágrimas de mi rostro. Que por el momento no me dan tregua.

Mi padre toma del hombro, y me da pequeñas palmadas.

—¿Y, usted abuelo?

—Bien, su abuela exagera. No había necesidad de que vengan.

Intenta incorporarse, pero no lo logra, lo ayudamos con mi padre que se siente en la cama. Y comienza a toser. Mi abuela le acerca un vaso con agua.

—No te vas a deshacer de mí tan fácil.

Mi abuelo bromea con la abuela y ella le responde con un pequeño puñetazo.

El párroco Miguel está del otro lado de la cama con un rosario entre las manos. La escena es demasiado tétrica.

—Cambiá esa cara que todavía no me he muerto —bromea, y a mí me vuelve el alma al cuerpo—. Me quiero levantar y tomar un poco de aire. Hijo, ayúdeme.

Mi padre se acerca y ayuda al abuelo a sentarse, tiene en las piernas grandes heridas, diría que son úlceras, pero no estoy seguro.

—Abuelo, lo espero afuera.

Salgo hacia la entrada y me siento en los escalones de madera, apoyando mi rostro en mis piernas y agarrando mis tobillos. Tengo mi vista en las plantas de la abuela.

Me entristece pensar que el abuelo esté muriendo, y que probablemente estos sean sus últimos días, se lo ve tan desmejorado. Siento un terrible dolor en el pecho que me presiona, aunque intento no llorar mis lágrimas caen salando mis labios. Imágenes de mi infancia me abrazan y me transportan a la época de abundancia, de inocencia. El abuelo enseñándome a cabalgar, los secretos de las uvas.

Hacia el camino de la perfecciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora