Capítulo 8: "Feliz cumpleaños, mamá"

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Salgo de la cocina algo me dice Delia, pero no escucho con precisión. Me dirijo a mi cuarto confuso, cuando abro la puerta veo papel en el piso y deduzco que es el dibujo que le regalé a Lucas. Lo abro y estoy en lo cierto.

Me tiro de espaldas a la cama.

Los párpados me pesan, escucho risas, besos sabor a frutilla, labios carnosos y ojos color almendra.



—¡Arriba, Jeremías!

La luz da directo en mis ojos, y se escucha los jilgueros cantar cerca de mi ventana. Y una vez más, mi madre me despierta tan... tan ella. Estoy arropado como un pequeño crío. Tengo puesta una musculosa blanca y llevo solo mis calzoncillos. No recuerdo haberme cambiado. Y tampoco sé que hice con el dibujo.

—Te dejé la ropa en el respaldo de la silla, tenes quince minutos para asearte, Jeremías. El desayuno ya está listo —manda con su tono altanero y su perfume dulzón se me impregna en las fosas nasales asqueándome.

—Feliz cumpleaños, mamá —expreso, sin una pizca de entusiasmo mirando a mis pies desnudos y algo sudados. 

De hecho todo mi cuerpo se encuentra así. Habrá sido algo que soñé, seguramente. 

Me mira y asiente con la cabeza, sin decir siquiera "gracias".

—Anoche no cenó con nosotros, ¿Otra vez Delia le trajo la cena?

No contesto y no le doy importancia a lo que me pregunta, ella se retira de mi habitación, sin más nada que decir. Es extraño en ella. Debe ser porque hoy es su cumpleaños. 

Comienzo a buscar el dibujo con desesperación, saco las sábanas, doy vueltas el colchón y no lo encuentro.

Solo le pido a Dios, que no esté en las manos equivocadas. ¿Y quién soy yo para pedirle algo a Dios?

Bajo las escaleras a toda prisa, y ya no hay tiempo para mi desayuno según mi madre. Delia me preparó un refrigerio. Ella me sonríe al entregarme la bolsa. Puso una manzana y una mandarina. Mi madre me mataría si llegase a ensuciar el tapizado de su Ford A.

Siempre somos los mismos que vamos a misa. Mi madre, mi padre y yo. Delia va cuando puede si es que mi madre no la carga con tareas domésticas.

La misa comienza y yo estoy ansioso por verlo, no sé si tendré alguna oportunidad de hablar con él ya que mi madre no se me despega un segundo, después de lo que ocurrió el domingo pasado. Pero aún así no pierdo las esperanzas. Por lo menos verlo me consuela.

—¡Bienvenidos, hermanos! —saluda el párroco.

Fijo mi mirada al altar, y no hay nadie allí, busco inquieto alargando mi cuello lo más que puedo y Lucas no está. Mi madre tironea de mi brazo arrugándome el saco.

—Quieto, Jeremías —susurra, apretando los dientes. Abre grande los ojos y clava sus uñas en mi antebrazo. Me suelta cuando mi padre algo le susurra, ella clava su mirada en él y yergue su espalda, acomodándose en la banca de la iglesia.

Miro hacia mi derecha y está la señorita María con la señora Ofelia. "Las damas de beneficencia de la conservación de la fe", Don Justino y algunas familias más de la alta sociedad y casi llegando a la puerta, la gente humilde en su mayoría son empleadas domésticas, pero hoy no hay muchas, ya que están todas organizando el cumpleaños de mi madre hoy a la noche.

La misa culmina, y hoy no hubo miradas cómplices, ni sonrisas descaradas. Me siento desalentado y con ganas de llorar no encontrando el motivo real de mis sensaciones. Mi pecho se siente frío al igual que mi alma.

Mi padre se acerca al párroco Miguel y voy detrás de él. Como un perro hambriento en busca de comida. Necesito saber de Lucas.

—Jeremías, hijo —saluda Miguel.

Hacia el camino de la perfecciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora