PRIMERA PARTE - Capítulo 1

54 11 0
                                    

—Allí —comentó adelantándose.
Subí los últimos tres o cuatro metros de la pendiente sosteniéndome de algunas de las enormes piedras que había en el camino, y al alcanzar a Thomas observé.
Inspiré varias veces antes de contestar.
—Aquel me gusta más —dije al fin.

Siempre era la misma discusión. Thomas priorizaba no ser la cena de depredadores nocturnos, mientras que yo me ocupaba de no morir de frío (lo cual era más probable). Los lugares que él escogía siempre estaban en lo más alto de los montes y cerros; lejos del suelo y poco protegidos del viento.

Me echó una mirada en el momento que aterricé en el piso y descolgué mi mochila.
—Vamos, siéntate —insistí —. Llegaremos antes del anochecer de todas maneras.
Me sequé el sudor helado de la nuca y masajeé mis pantorrillas. Se me hacía imposible acostumbrar mis piernas a la caminata, parecía que nunca acababan de recuperarse.

Entre bufidos soltó su mochila y se sentó apoyando la espalda en un árbol enorme.
—Cariño, a tu paso mi pelo se pondrá blanco antes de encontrar la ciudad...
Le arrojé una ramita al pecho y ésta quedó sujeta a su camiseta térmica. Me limité a eso. No quería objetar.

Desde hacía nueve días caminábamos hacia el sur (según las indicaciones de la poco-confiable-brújula que Thomas había metido en una de las bolsas, justo antes de escapar).

Al saltar por la alcantarilla todo se había vuelto bastante raro. A nuestra sorpresa, no habíamos muerto en el intento; sino que habíamos logrado salir del lago al que habíamos caído prácticamente ilesos. La sensación de salir a flote luego de aquellos eternos segundos resultó increíble, algo así debía sentirse nacer; una inspiración desesperada, y tus pupilas desesperadas por mantenerse en órbita. La sensación de un cuerpo vivo en cada extremo de la piel.

Claro que justo después de esa sensación de liberación, apareció el pánico de entender que todavía estábamos siendo perseguidos. Nadamos hacia la orilla, convencidos que desde arriba se estaban preparando para seguirnos la pista; o al menos disparar. Sin embargo, después de perdernos en el bosque comprendimos que la alcantarilla había volado en mil pedazos, y que nadie vendría por nosotros. Al menos no en aquel mismísimo instante.

Desde entonces nos encontrábamos en un bosque de árboles altos y pinos por doquier, donde el otoño amenazaba con convertirse en un invierno apresurado, y las hojas secas y ramitas del piso hacían de nuestro caminar un absoluto espectáculo. A lo lejos el paisaje se teñía de montes más marrones que verdes, y picos de las remotas montañas parecían pintados con glasé. Los lagos eran aún más azules que el cielo, y en las orillas el agua era tan cristalina y helada, que mojar los dedos de los pies significaba un escalofrío asegurado.

Quién hubiera pensado que así serían las famosas tierras inhabitables del afuera.

Logré convencer a Thomas de instalarnos en la parte más baja del monte, donde habíamos encontrado un reparo de árboles y piedras perfecto para nuestra fogata. Además, justo a unos metros, se encontraba uno de los pequeños vertederos de agua filtrada que acababa en el lago más cercano.
— ¿Ave o pescado? —preguntó, y me enseñó dos ganchos con las opciones.
Era la primera vez en nueve días que teníamos para elegir, supuse que se trataba de un golpe de suerte...
—Pescado —contesté.

Mientras Thomas se ocupaba de la comida, me dediqué a colgar las mantas en forma de carpa. Serían las mismas que más tarde utilizaríamos de abrigo.
Entre el sinfín de cosas que el agua había arruinado, se encontraban los documentos y escritos que mi compañero había metido en nuestras bolsas aquella mañana. A mi suerte, el tarro de pomada-milagrosa que Donald había dado a Thomas para mis heridas, había sobrevivido y ya casi se encontraba vacío. Tras nueve días de untarme esa especie de loción en cortes, quemaduras, moretones y demás, había logrado una cicatrización casi perfecta.

Prendí el fuego y me alejé de nuestro campamento. Como cada tarde, intentaba pasar al menos unos cuantos minutos a solas. No era algo que me agradase, pero era necesario; si no tomábamos un respiro, acabábamos irritados por la presencia del otro.

Nunca lograba ver el sol en el horizonte. Las montañas eran para el bosque, lo que el muro para Genux.
Cayó la penumbra y me apresuré a volver junto a Thomas. La noche no sólo era fría, sino que todo se ponía peor. Nada dolía más que los pensamientos. Desde el tercer día que, al caer el sol, no podía hacer más que pensar en mi familia; estaba casi segura que a Thomas le pasaba lo mismo. El silencio de la noche nos recordaba que estábamos en ningún lado, y en todos a la vez; en lo oscuro e infinito del mundo. Solos.

Era en la noche cuando no podía dejar de pensar que hacía nueve días que caminábamos hacia el sur, y que aún no habíamos encontrado señal de absolutamente nada. Humanos. Quería encontrar algo que afirmase que nos toparíamos con humanos.

Ambos estábamos sentados frente a la fogata, mirando cómo las ramas se consumían en aquel infierno alocado de chispas y calor. Habíamos terminado de comer el pescado, y como desde hacía nueve días, no nos preocupábamos por hablar.

Sin embargo, aquella noche me hubiera gustado que alguno de los dos hubiera tenido el valor de romper el silencio. El fin de la cena marcaba una nueva línea en nuestro calendario. Era oficial: diez días vagando. Y aunque Thomas se empeñaba en mantener una actitud positiva, no podía evitar pensar que tal vez estuviéramos yendo hacia la dirección equivocada. Pronto el invierno llegaría, y ambos estábamos conscientes de que no podríamos ganarle una guerra a la nieve.

Miré a Thomas, y vi sus ojos tensos, perdidos en el fuego. Entonces me acosté de espaldas a la fogata, lo suficientemente cerca como para que calentara mis omóplatos sin quemarlos. E intenté dormir.

Basta, Annie. Deja de pensar. Me repetía una y otra vez.

Pero volvían a mí. Mi madre, Helen, Moro, Donald. Mi padre, Mónaco, Thomas. Mi madre, Helen, Moro, Donald. Mi padre, Mónaco, Thomas. Mientras más intentaba dejar de pensar, más pensaba. Todo acababa cuando comenzaba a pensar en Elioth.

La idea de encontrarlo por sorpresa; de verlo pasar entre los árboles y sentir su abrazo. Aquello era lo que me daba esperanza, la idea de que Elioth estuviera vivo y cerca de mí. A la vuelta de la esquina.

¿Y si nunca pasaba?

Entonces sentí su mano en mi espalda, y no me había dado cuenta que estaba llorando hasta entonces.

Thomas se acostó frente a mí, a unos cuantos centímetros de distancia, y tocó mis manos como pidiéndoles permiso para ver mis ojos. Pensé que diría algo, pero al verlo comprendí que no hacía falta.

Sólo estaba allí, frente a mí, con su rostro arañado en vello, empapado de lágrimas. Supe que tenía tanto miedo como yo.

Entonces estiré las dos manos, y encerré las suyas en un cuenco. Lloramos hasta quedarnos dormidos.

EXILIADOS #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora