Capítulo 18

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Ella estaba sentada en uno de los sillones de tronco en la casa de Theo, tenía los brazos cruzados y no paraba de negar con la cabeza, mientras fruncía los labios y unía sus marcadas cejas en el centro de su rostro.

—Por favor, Ella.
—Tú no vas a decir nada... ¿Verdad, Matheo? —le espetó.
Él desvió la mirada desde la cocina, mientras cortaba varias verduras con una gran cuchilla.
—Qué quieres que diga... —sugirió sin mover nada más que su mano y el cuchillo.
— ¡Que está mal, Matheo!
—Ya lo saben —contestó —. Quieren hacerlo de igual forma.
—Y tú también, por lo que puedo ver —volvió a espetarle ella.
—Ella, si nos ayudas puede que todo salga bien. Pero necesitamos de ti.
— ¿Y luego qué? ¿Volverán para comprobar que no hayan olvidado sus abrigos? Sé cómo funciona: expedición hoy, mañana, en dos días... —Ella agitaba su muñeca de forma histérica.

Supuse que estaba actuando de esa forma por el miedo que le provocaba pensar que existía la posibilidad de que su mundo se desmoronara. Estábamos interrumpiendo la paz de todo lo que conocía.
—Sólo necesitamos que vigiles mientras estamos dentro, sólo por si acaso —expliqué —. Por favor, Ella...
Respiró profundo unas cuantas veces y luego aflojó sus hombros. Está empezando a rendirse.
—Matheo... —rogó y éste la miró sólo un microsegundo.
Theo apoyó el cuchillo a un costado y se limpió las manos con un trapo. Luego lo soltó y se apoyó en la mesa.
—Voy a ayudarlos, Ella.
— ¿Por qué?
Él meditó sin quitarle la mirada de encima. Algo me decía que no estábamos al tanto de todo.
—Porque ese niño está allí sin su consentimiento. Digamos —dijo haciendo un ademán—, que el deber de ser políticamente correcto tocó mi puerta.

Ella me miró con resentimiento antes de asentir.
—Gracias —me adelanté y le di un abrazo.
—Sí, ya. Luego de esto te volverás mi esclava...
—Sí, siempre.
—Sin descanso...
—Claro.


La noche siguiente los cuatro nos encontrábamos camino a la casilla. Dejamos la camioneta entre una pila de arbustos y le echamos encima una gran tela verde y negra.

Entre las tantas cosas que Theo nos había explicado, había dicho que no hacían un seguimiento minuto a minuto del campamento, pero que casi siempre había alguien vigilando en el mirador.
—Linternas, cuchillos, dulces... —señaló Wobe.
— ¿Dulces? —preguntó Ella.
—Claro, cariño. Sirvieron mucho la última vez.
— ¿Quedó claro qué hará cada uno? —pregunté.
Todos asintieron.

Thomas había hecho un análisis de los registros de quienes contralaban el campamento. Él sabía quienes custodiaban las calles; cuándo y en dónde había más exiliados; cuáles eran los caminos más frecuentados durante la noche. Todo lo necesario para llevar a cabo una buena expedición suicida.

Aunque él no había visto a nadie más que Moro como prisionero, no descartábamos la posibilidad de que los demás (Helen, mi madre, Donald, Marco y Romeo) se encontrasen en alguna otra pila de escombros convertida en celda.

Llevábamos unos pequeños silbatos alargados que imitaban el sonido de un búho, así nos manteníamos comunicados. Un pitido era "bien", dos pitidos era "mal", y un pitido largo era "me voy".


Pasadas las doce de la noche, el pueblo quedó en silencio y sólo unos cuantos hombres armados permanecieron custodiando las calles. Lo curioso era que, a pesar de los avisos de Matheo y Ella acerca del comportamiento de los exiliados, me parecía que tenían una convivencia bastante armónica.
—Vamos —dije.
—Síguenos por el visor, si pasa algo, ya sabes que hacer —dijo Theo a Ella.
Ella asintió y salimos de la casilla.

La existencia de la casilla, según nos había explicado Teo, tenía como objetivo intentar seguir los movimientos de los exiliados, dentro y fuera de los límites de su campamento.

Desde hacía ya un tiempo que el asentamiento se había agrandado bastante, más de lo esperado; fue entonces cuando resolvieron que no bastaba con custodiar los bosques de alrededor de la Comunidad, sino que era necesario montar guardia desde un lugar más cercano. A pesar de ello, la expansión del campamento se les había ido de las manos.

Bajamos por la arboleda hasta quedar a la altura de las ruinas, y comenzamos a caminar entre lo frondoso del bosque. No sabíamos si había subversivos en los límites, pero Thomas había apostado que no. Sólo había vigilantes en las calles.

Custodiaban los límites con desconfianza, de la misma forma que lo hacían las personas de la Comunidad. La única diferencia yacía en que los primeros no sabían a lo que se enfrentaban, y los segundos sí. Me pareció, entonces, que el mundo no estaba tan unido como nos habían explicado. Mientras hubiera marginados, el mundo seguiría sufriendo de separación y poca integridad.

—Hasta aquí —susurró Thomas —. Ahora separados.
Estábamos lo bastante cerca del campamento como para ver las calles destruidas y las ruinas cubiertas de tela.

Teo salió de los arbustos primero y se perdió en las calles. Justo cuando iba a hacerlo, Thomas me tomó del brazo.
—Cuídate —dijo.
Volteé, me acerqué hasta su oído y susurré:
—Búscalos bien...

Acomodé la capa sobre mi cabeza y salí disparada hacia un paredón.

EXILIADOS #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora